A Pedro Varguillas y a todos los estudiantes venezolanos
Levantó la bandera todo lo que pudo. La dejó ondear en el aire de
la tarde. Algunos turistas se pararon a mirarlo. Uno que otro tomó
fotos. ¿Qué hacía ese hombre con una bandera en el medio de
aquella plaza alfombrada con la escarcha sucia de febrero? Su cara
mostraba indiferencia por el mundo que lo rodeaba. Se veía que
estaba soñando con un paisaje y un horizonte que sus ojos no podían
alcanzar. Miraba más allá, tal vez recordando una tierra distante.
La bandera tenía tres colores y por un momento pensé en la bandera
de mi propio país, también lejano, donde mucha gente caminaba por
la calle en ese mismo momento mostrando en alto el tricolor cruzado
de estrellas. Pero los colores no coincidían.
Sólo el rojo. Un rojo que, según me enseñaron en la escuela,
representa la sangre derramada por los que lucharon en antiguas
guerras. Me pregunté si el rojo de la bandera que enarbolaba aquel
hombre que pasaba frío en el parque representaba también la sangre
de otros muertos en otras remotas batallas. Bajé del autobús en la
siguiente parada y regresé hacia el parque donde estaban el hombre y
su bandera. Mientras andaba las tres cuadras que me separaban de su
mudo acto de resistencia, quise imaginar el momento en que aquel
hombre había tomado la decisión de salir a la calle a protestar en
un país que no era el suyo, por una causa que nadie a su alrededor
podía comprender.
Se habría levantado esa mañana sin sol con una sensación de
urgencia. O tal vez habría pasado la noche en vela, porque allá
lejos los suyos estaban en pie de guerra y mandaban mensajes urgentes
por todas las redes. Se habría mirado en el espejo y se habría
preguntado en voz alta ¿y tú? ¿tú qué vas a hacer? Un gesto de
vergüenza se le dibujó en la cara justo antes de la fiera
determinación que vino después. La certeza de que no era necesario
quedarse con la furia adentro. Revolvió los trastos viejos del
armario de atrás o tal vez los baúles que había olvidado en el
ático. Sabía que entre las cosas que se había traído cuando salió
de su tierra para siempre estaba aquel trapo, que plegado y escondido
entre otras telas significaba bien poco, pero suelto al viento era
como un grito, una oración o un canto.
Se vistió con muchas capas de distintos materiales. Juntó la gorra
y los guantes, la bufanda más gruesa y la chaqueta forrada de piel
de ovejas. Sabía que iba a soportar un frío de horas, un viento
sordo, la sed y el hambre. Se calzó las botas más calientes. No
volvió a mirarse en el espejo porque no quería hacerse más
preguntas. El frío de afuera le mostró en segundos lo duro que iba
a ser seguir andando, perseverar, enfrentar las dudas. Decidió
caminar en vez de esperar en la parada. Eran diez cuadras largas,
pero el camino era verde, sólo tenía que dejarse llevar por los
senderos de tres parques que se conectaban entre sí a través de
pasos de peatones siempre llenos de gente.
Esquivó a los ciclistas y a las madres que escoltaban niños en
patineta. Miró a lo lejos la Silla de Arturo y recordó su primer
ascenso a la montaña desde donde se ve la ciudad entera, el mar
todo, los puentes del estuario del río Forth, la niebla en el
horizonte. Recordó la sensación de triunfo, el ánimo acelerado del
que llega a la cumbre, el deseo de seguir andando cada vez más
arriba sin tener otra cuesta que subir. Sólo el cielo abierto y el
mundo abajo. Tal vez fue en ese momento que decidió desplegar la
bandera. La sacó del morral y la agarró por las puntas. Subió los
brazos y la vio volar por encima de su cabeza. Tres colores. Tres
gritos al viento. Uno de ellos rojo como la sangre derramada.
Al llegar a la plaza que había elegido se paró firme, con las
piernas un poco abiertas, y dejó que el viento hiciera todo el
trabajo sin importar que al mismo tiempo le helara los huesos. Así
lo vi desde la ventana del autobús. En esa misma posición lo
encontré cuando llegué a la plaza después de caminar tres cuadras
desde la parada. Me paré frente a él del otro lado de la acera.
Apreté el bolso que llevaba en bandolera como si necesitara
aferrarme a algo sólido. Esperé que cambiara la luz y crucé la
calle con paso decidido.
Sólo el rojo era igual. Pero las dos banderas tricolores movidas por
el viento parecían conversar entre sí o tal vez cantar en distintos
tonos una misma melodía.
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