“Running! If there´s any activity happier, more exhilarating, more nourishing to the imagination, I can’t think what it might be”
Joyce Carol Oates
Creo que era jueves. Justo esa semana me había propuesto comenzar a trotar porque había leído que correr era un muy buen ejercicio, no sólo para el cuerpo sino también para echar a andar la imaginación. Había hecho ya los primeros intentos. Caminaba a paso apurado por tres minutos y luego corría hasta que sentía que no podía más. Calculo que no sería más de un minuto y medio. Después volvía a caminar lo más rápido que podía y, cuando sentía que el corazón se me aplacaba, volvía a arrancar a correr. Trataba de hacer coincidir los trechos de carrera con las zonas planas del parque, porque trotar y subir estaba más allá de todas mis fuerzas.
El segundo o tercer día, el que creo que era jueves, yo había cargado mi iPod con canciones que tuvieran un ritmo acelerado, fuerte, que me impulsaran a caminar y a correr más rápido. Acompañada de esa música entré al parque con buen ánimo. Aunque hacía menos de cinco grados, el sol se veía claramente por encima del horizonte y no había una sola nube en el cielo. La canción que estaba sonando en mis oídos me impulsó a lanzarme a la carrera sin pensarlo mucho y corrí a buen paso desde la entrada hasta el banquito que marca el inicio de la bajada al río.
Me paré ahí, incapaz de dar un paso más, y traté de recuperar el aire sosteniéndome en el banco, que parecía haber sido puesto en ese punto exacto para rescatar a inexpertos corredores agobiados. En eso estaba cuando la vi pasar y me dejé invadir por esa envidia sin mala intención que sentimos todos los que sufrimos tratando de convertir la carrera en una rutina cuando vemos a alguien que nos pasa de largo a toda velocidad, con gracia y aparentemente sin ningún escuerzo. Miré sus piernas fuertes avanzar a zancadas seguras, sus brazos haciendo un movimiento perfectamente coordinado, y vi cómo el gorro que llevaba en la cabeza, que tenía un pompón en la punta, acompañaba los movimientos acompasados con saltitos minúsculos.
Seguí caminando. Respiraba hondo, tratando de no perder el ritmo. Al llegar al río me paré como siempre a mirar el agua oscura, de un color marrón transparente como si fuera ámbar líquido. Asomada al borde del puente de piedra, miré la corriente que hacía espuma en las piedras y se precipitaba río abajo en una loca carrera eterna. Pensé en la ligereza de ese movimiento fluido, en lo fácil que debía ser estar hecho todo de agua. Dejé atrás el puente, tomé impulso y arranqué a correr. Pasé bajo los árboles pelados, que sin embargo daban sombra por lo tupido de sus ramas negras. Y al final de la segunda curva, casi llegando a la recta que da a la casa del guardaparque, la vi avanzando. Iba más lento, pero su ritmo seguía siendo seguro, firme.
Traté de imitar su paso, el movimiento de todo su cuerpo que podía ver desde atrás, unos cien metros delante de mí. Pero un dolor agudo en el pecho, más en los pulmones que en el corazón, me avisó que era hora de parar. Me saqué el audífono de la oreja derecha para no escuchar demasiado el estruendo de la sangre tratando de recorrer mis venas a una velocidad inusual. Y un segundo después la vi caer. Ahora lo recuerdo como si hubiera sucedido en cámara lenta, pero la verdad es que debió pasar muy rápido. En un momento iba corriendo y al instante siguiente estaba de rodillas en el suelo. Ni ella ni yo reaccionamos de inmediato. Pero ella se movió primero. Puso las dos manos en el asfalto mojado y la frente sobre las manos. Su cuerpo se volvió un bulto que respiraba.
Fue ahí cuando arranqué otra vez a correr para alcanzarla. Cuando llegué a donde ella estaba creí que me iba a caer yo también de rodillas, pero logré mantenerme más o menos de pie. Le puse una mano en la espalda y le pregunté si estaba bien. Ella no se volteó inmediatamente a mirarme. Dijo que sí con la cabeza. Y se lanzó a llorar como una niña. Yo le preguntaba si estaba bien, si necesitaba ayuda, si quería que la ayudara a levantarse. Ya no me acuerdo qué más le pregunté o le dije, pero tengo una memoria vaga de mi voz resonando en medio de su llanto. Ahora que lo pienso, tenía todavía uno de los audífonos puestos y tal vez estaba hablando mucho más alto de lo necesario.
Terminé sentada en el asfalto húmedo y helado. Sabía que tenía que callarme y dejar a aquella mujer llorar hasta que se calmara. Pero algo más fuerte que yo me impulsaba a seguir hablando. Alguna vez leí, quién sabe en qué revista de esas que uno lee en los aeropuertos o en las estaciones de tren para matar el tiempo, que la voz humana es uno de los sonidos que más reconfortan. Por eso adquirí la costumbre de prender el radio por las mañanas, para tener una voy acompañándome a desayunar mientras agarro fuerzas para enfrentar el largo día que tengo por delante. Tal vez por eso no podía parar de hablar, pero en ese idioma que no es el mío no sabía más que un par de frases que podían sonar como expresiones de consuelo. Así que mientras me empeñaba en seguir hablando no lograba otra cosa que repetir las mismas frases con pequeñas variaciones y con entonaciones diferentes cada vez, como si le cantara una misma canción de cuna a un niño que no quiere dormirse.
En algún momento la mujer reaccionó y se echó para atrás. Se limpió la cara con las dos manos. No con la palma, que estaba sucia de tierra, sino con el dorso, y se limpió la nariz con esa parte mullida en la que comienza el pulgar y que parece haber sido fabricada para esa única función. Me miró un segundo y volvió a bajar la vista. No era joven, pero era con seguridad más joven que yo. Sin embargo, su piel estaba llena de arrugas. Tal vez porque tenía una de esas caras que parecen no haber dejado nunca de estar tensas. El gorro que llevaba en la cabeza dejaba ver apenas las raíces del pelo, que era evidente que se pintaba de un color más claro.
–Estoy bien –dijo haciendo un esfuerzo enorme.
Me ofrecí a ayudarla a levantarse y, con algo de trabajo, logramos ponernos las dos de pie. Le pregunté si podía caminar y ella dio un par de pasos para probar que sí podía. Cojeaba un poco, pero eso no le impedía avanzar. De todos modos, le dije que nos acercáramos al café que está dentro de la casa del guardaparques para que se tomara un té con mucha azúcar y pudiera recuperarse antes de regresar a casa. Nos acercamos lentamente y fue un alivio entrar y descubrir que la chimenea estaba prendida. Una de las señoras que atiende el café nos vio entrar y no supo a cuál de las dos atender primero. Parecía que habíamos tenido un accidente grave.
Sentadas ya frente a dos humeantes tazas de té nos presentamos sin mucha formalidad, mencionando sólo nuestros nombres de pila. Ella se llamaba Margaret y se había resignado a que todos la llamaran Maggie, aunque el dimitunivo nunca le había gustado. Le dije que la llamaría por su nombre completo. No pareció importarle demasiado. Pensé que era una de esas personas que sólo era capaz de percibir las cosas realmente importantes.
–Te estarás imaginando que estoy pasando por un drama horrible –dijo como si se disculpara, después de vaciar la mitad de su taza–. Pero, en realidad, uno puede contar su historia de tantas maneras distintas que hasta la tragedia más cruel puede sonar intrascendente.
Traduzco del inglés. Del inglés de Margaret que no sonaba en absoluto pretencioso ni solemne, pero que se vuelve tieso cuando lo cambio a este idioma en el que escribo y en el que resuena la herencia de generaciones de hombres pretenciosos y estirados. Pronunciaba las frases con dulzura, pero sin ningún esfuerzo, como si estuviera acostumbrada a hablar en público con bastante frecuencia.
–Podría contarte mi vida como la historia de una pobre víctima: una mujer abandonada por un marido infiel y malagradecido.
Margaret sonrió de esa manera triste en que sonríen quienes han aprendido a salir al otro lado de los huecos más oscuros. Mirando al parque que se extendía más allá de la ventana me contó que, en efecto, había estado casada, su marido se había ido con otra y ella había decidido quedarse sola desde entonces. Pero esa desgracia sucedió hace tanto tiempo, me dijo sin una sombra de rencor en la voz, que ya ni siquiera le era posible convocar el sentimiento de pérdida que había arrastrado durante años.
–No me gusta el papel de víctima –afirmó sacudiendo una mano como quien espanta un pensamiento incómodo.
Las dos tazas de té se habían quedado vacías en la mesa desnuda. Yo jugueteaba con una cucharilla tratando de no hacer ruido y esperando a que Margaret agarrara impulso para seguir hablando. La pausa se me hizo larga, pero mientras organizaba una pregunta para hacer que el diálogo siguiera con cierta naturalidad, ella volvió a hablar en el mismo tono.
–Podría contar la historia de una mujer triunfadora, que por su propio esfuerzo logró llegar hasta donde se lo propuso, gracias a infinitos sacrificios. Pero el papel de heroína me atrae incluso menos que el de víctima.
Quise decir de inmediato que estaba de acuerdo, pero ella había tomado impulso y no me dio tiempo de interrumpir.
–Siempre he tenido la impresión de que detrás de cada éxito se esconde una horrible injusticia. Alguna perversión o traición que sin falta tenemos que cometer contra alguien que no lo merecía.
Sus ojos se fijaron de pronto en mí. Me observó con la atención que se le dedica a un objeto recién descubierto. Pero estaba claro que no era a mí a quien miraba. Tuve más bien la impresión de que reconocía en mis rasgos de extranjera, en mi piel oscura o en mis ojos tercamente negros, una imagen que venía del pasado y que tal vez le recordaba alguna de las muchas culpas que parecía haber intentado ahogar o esconder en algún pliegue de los muchos olvidos que parecía cultivar con terquedad.
–No me queda más que representar el papel de un ser ordinario, que hizo lo que tenía que hacer cuando le tocaba y que incluso, más veces de las que quisiera reconocer, dejó de hacer lo que le correspondía –hizo una pausa, miró la taza vacía como lamentando una ausencia–, porque nadie estaba mirando, porque no había testigos, porque nadie iba a darse cuenta.
Me miró para ver mi reacción. Yo asentí con la cabeza sin atreverme a decir nada. Sentía como si estuviera escuchando un discurso muy bien pensado. Como si Maggie estuviera leyendo un libreto en un alto escenario y yo fuera su público. Pero también sonaba como una confesión. Como una parte sola de un diálogo entre dos que carecía del interlocutor ideal. Yo no era quien debía escuchar esa historia. Por eso no me correspondía decir nada y estaba bien que así fuera.
–La vida ordinaria está llena de vacíos, de pausas, de profundos desesperos que aunque sean breves parecen no terminar nunca –dijo como si de pronto hubiera querido recuperar ese recuerdo terco que yo le traía a la mente.
Entonces, cambiando de tema otra vez, me dijo que había trabajado por más de veinte años en una oficina muy importante. Mencionó un nombre que apenas entendí, pero que supuse que se refería a tres complicadísimos apellidos. Tal vez era una firma de abogados o de consultores. En todo caso, sonaba como un lugar prestigioso y ella pareció mostrar una pizca de orgullo al nombrarlo.
–Me retiré hace una semana. Pero hoy es en realidad el primer lunes laboral en que no he tenido que levantarme temprano, ni para atender a un marido, ni para preparar a los hijos para que vayan a la escuela, ni para alistarme para ir a cumplir con un horario.
Hice un gesto como si comprendiera. Creí entender su angustia y su desesperación, porque yo también había tenido que abandonar tantas cosas. Yo también me había quedado vacía cuando perdí a mis amigos, mi trabajo, mi patria, mi idioma. Yo también me había quedado muchas veces en el limbo de una espera que parecía no tener fin. Miré otra vez las tazas vacías y, como si estuviera en mi propia casa y fuera indispensable convocar cierto orden, comencé a recoger la mesa. Sin darme cuenta, estaba haciendo gestos de despedida y Margaret sintió que la conversación se había terminado.
–Pero no es esa la razón por la que me caí mientras corría y no pude dar un paso más sin echarme a llorar. La explicación es mucho más simple, aunque sin todo lo demás tal vez no sea fácil de entender.
Se levantó para ponerse la chaqueta liviana que había dejado sobre el respaldo de la silla. Su cara estaba serena, su mirada había dejado de vagar y se fijaba dura en el medio de mi frente.
–Esta mañana, a la hora en la que todos los días me preparo para salir a correr, tuve que ir al veterinario a llevar a mi perro. Era hora de ponerlo a dormir.
Con esa frase, dicha sin ningún énfasis particular, me extendió la mano como gesto de despedida. No dijo adios ni hasta luego. No me dio las gracias ni me preguntó si yo iba a salir también para esperarme. Simplemente dio media vuelta y salió al parque sin volver a mirar atrás ni una sola vez. Cuando llegó al camino de asfalto comenzó a trotar y en tres zancadas desapareció de mi vista.
No la he vuelto a ver. Supongo que volvió a su rutina de correr muy temprano en la mañana. Yo sufrí ese mismo día una lesión en la rodilla derecha y no he vuelto a intentar hacer ningún ejercicio más complicado que caminar. Pero me he dado cuenta de que cada vez camino más lejos y por más tiempo.
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1 comentario:
Porque será que el sentimiento de perder a un perro nos hace sentir tan aislados. Este lunes murió Gala.
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