Se había sentado delante de mí sin esperar invitación. Me preguntó, con un tono muy educado, ¿me puedo sentar? Pero no esperaba respuesta. Quería sentarse en la mesa en la que yo estaba sola, tratando de que nadie me molestara. Yo había decidido pasar esa tarde de jueves mirando por aquella ventana la lluvia terca de principios de otoño, el cielo blanco y bajo, los autobuses que iban y venían en la calle que partía en dos el centro comercial. No quería compañía.
En realidad nunca quería compañía. Porque cuando vives en un lugar al que no perteneces sólo quieres que te dejen en paz, que nadie te moleste y, sobre todo, que no te exijan conversar. En un idioma que no es el tuyo conversar no es un ejercicio relajado ni placentero. Es tenso y complicado y todo suena falso. No quería compañía y no quería conversar. Quería que me dejaran en paz, que me dejaran sola en mi mundo en el que no tenía que traducir a otro idioma mis pensamientos.
Pero la mujer estaba ahí, instalada ya en mi mesa, y había comenzado a hablar como quien tiene una urgencia y no puede contenerse. La miré de arriba abajo, con furia. Mi gesto no pareció decirle nada. He llegado a creer que los sutiles códigos que se envían con las miradas o algunas posturas también tienen que ser traducidos de una cultura a otra, porque aquí nadie entiende cuando uno dice, con todo el cuerpo pero sin palabras, que alguien está siendo inoportuno. No me quedó más remedio que escuchar.
Y ahora que trato de hacer memoria de aquella larga conversación que era más bien un monólogo interrumpido por mis cabeceos y mis monosílabos, ya no sé muy bien por qué me impresionó tanto. El efecto que nos produce el contacto inmediato con alguien que cuenta parte de su vida se pierde cuando tratamos de recordar qué fue lo que dijo. Todo discurso referido es frío y es todavía más distante cuando hay que pasar esa confesión de un lado a otro de un abismo cultural. La mujer había empezado contando que alguien se había muerto y yo no entendía de quién estaba hablando, pero podía intuir que era alguien muy cercano.
Cuando logré distinguir la palabra “Dad” entre el fárrago de sonidos que apenas comenzaba a descifrar, supe por qué su cara estaba descompuesta y sus manos aferraban con una especie de furia la taza de café que tenía enfrente. Me estaba contando la muerte de su padre, o más bien la vida. Cuando logré acostumbrarme a su acento, al modo en que pronunciaba las aes y las íes, su historia comenzó a parecer más clara. Pero ya había dejado de hablar de la muerte del padre y estaba recordando cómo había sido vivir bajo la influencia de aquel hombre que yo no lograba establecer si había sido bueno o malo.
Creo que intentaba juntar los recuerdos. Las pocas pausas que hizo se parecían a ese momento de suspenso en el que pasamos la página de un album de fotos. Acabamos de ver unas imágenes que nos traen a la memoria nombres y fechas y luego hacemos una pausa y esperamos el momento en que la página siguiente nos trae otras caras, otros tiempos, y el recuerdo se dispara hacia otro lado. Creo que así eran sus pausas y así estaba tratando de armar, con retazos de imágenes, su memoria del padre que acababa de morir.
La primera escena que logré comprender entera presentaba a un padre duro, exigente, algo esquivo, me parece. La niña lo adoraba, como adoran las niñas a sus padres, de manera incondicional. Una tarde, en la que regresaban de un largo paseo por el campo, la niña se había sentado en el asiento justo detrás del padre y había comenzado a cantar una canción. Ella cantaba mucho cuando era niña, me dijo como entre paréntesis. Yo asentí. La canción era una vieja historia de amor y la niña se la cantaba al padre con la voz más entonada que podía lograr en aquel carro que saltaba dando tumbos por una carretera de tierra. La mujer cantó bajito lo que recordaba de la vieja canción.
Me conmovió tanto la voz cansada de aquella mujer cantando un recuerdo tan remoto que la interrumpí para preguntarle qué edad tenía en ese tiempo. Seis o siete, me dijo. Entonces hizo una de esas pausas y yo me preparé para el salto a otra época y a un escenario diferente. Pero ella tenía todavía algo que decir sobre esa imagen antigua.
—Cuando terminé de cantar mi papá me dijo que desafinaba, que tenía que aprender a mantener una misma nota. No sabía nada de música, pero tenía que decir siempre la última palabra. Era un sabelotodo —dijo sacudiendo una mano.
Había tanta tristeza en aquel recuerdo que estuve a punto de levantarme y dejarla sola. Pero ella ya estaba recuperando una imagen que la hacía tal vez más feliz. Recordaba haber conversado con su padre una vez, solos los dos, sin que estuviera presente su madre ni el resto de los hermanos. Se detuvo a describir el lugar, parecía tratarse del día de un evento importante, pero no entendí bien si era la casa de un familiar o uno de esos sitios públicos donde se hacen fiestas. Alguien se casaba o cumplía años. Lo importante era que el padre había bebido algo y estaba muy cariñoso con ella. Habían bailado un poco y cuando terminó el baile él le dijo que bailaba mejor que su madre.
Ella no supo qué sentir o más bien se sintió atrapada entre dos sentimientos encontrados. El gusto de saber que el padre la prefería a ella y la molestia de reconocer en ese gesto una de las muchas formas de desprecio hacia la madre que aquel hombre se empeñaba en mostrar en público, sin ningún pudor. Pero esa vez, sólo esa vez, dijo, se dejó llevar por la idea de que esa noche ella ocupaba un lugar especial en el corazón del padre.
Por lo que logré entender, hubo muchas fiestas de ese tipo en las que el padre tomaba algo, no mucho, y se ponía alegre. Sólo en esos casos ella lograba verlo tal cual era o tal vez tal cual ella quería que fuera. Pero en una de esas fiestas algo se quebró para siempre. El padre había estado conversando con una mujer en un lugar apartado. La madre se había acercado a la pareja y después había regresado furiosa y sola a la casa. Ella encaró a la mujer y supo lo que la madre siempre había sabido.
La pausa siguiente fue más larga que las otras, como si la mujer quisiera construir un marco de silencio para dejar reposar ahí adentro un recuerdo que prefería no mezclar con los otros. Mientras ella rebuscaba en su memoria mirando las nubes lentas de aquel cielo bajo de otoño, yo aproveché para ver con calma el azul desteñido de sus ojos. Noté las miles de arrugas que tejían en su cara una especie de malla apretada. Miré el filo de su boca casi sin labios, toda pliegues. Observé su papada colgante y las pelusas que moteaban la bufanda morada y el abrigo negro. Esa mujer debía tener, como yo, un gato grande y peludo.
Cuando volvió de su memoria con un recuerdo fresco sentí que esta vez se trataba de una historia larga y completa. Con principio y fin. Yo tenía diecisiete años, dijo sonriendo. Después me miró, como calculando mi edad, como tratando de imaginar qué tanto podía yo recordar de los años en los que fui adolescente. Creo que me dio por un caso perdido. Tal vez pensaba, como yo, que la adolescencia sólo puede recordarse con cariño cuando uno está más allá de los setenta. Y adivinó que me faltaba un tiempo para llegar tan lejos.
A los diecisiete uno piensa que lo puede todo, ¿no? Lo dijo así, como si preguntara. Pero tampoco esta vez esperaba de mí una respuesta. Según creí entender ella se había ido a vivir a otra ciudad, estudiaba para algo que creí que podía ser enfermería y vivía en una especie de residencia de señoritas. Su padre la visitaba, al principio, una vez al mes. En una de esas visitas le llevó un maletín de cuero, de muy buena calidad, lleno de los instrumentos que necesitaba para sus estudios. Ella recibió aquel regalo como una bendición y quiso darle al padre un abrazo de agradecimiento.
—Se quedó parado delante de mí sin moverse. No me rodeó con sus brazos, no me dijo que me quería. Nunca, jamás me dijo que me quería.
Esta vez sí dejó salir las lágrimas que había estado reteniendo desde que se sentó en mi mesa. Yo alargué la mano para tocarla apenas con la punta de los dedos, pero el gesto se me quedó a mitad de camino. El contacto físico es aquí un asunto delicado y yo nunca he logrado saber cuándo está permitido y cuándo no. De todos modos, quise consolarla y le dije lo primero que se me vino a la cabeza. Le dije que mi propio padre tampoco me había dicho nunca que me quería, pero que no era porque no me quisiera sino porque los hombres no están acostumbrados a esas cosas.
Fue la frase más larga que le dije en esas horas en que me estuvo contando su vida. Pareció incorporarla a su propia historia y sin hacer caso de mi extraño acento repitió mis últimas palabras y agregó que, en efecto, los hombres no hablaban de lo que sentían, cuando lo que sentían era bueno. Pero si lo que sienten es desprecio, odio dijo, eso sí lo saben expresar muy bien. Pensé que estaba hablando de ella, pero luego entendí que hablaba de su madre. Hizo un largo rodeo para enumerar las miles de veces en que su padre trató mal a su madre, en público y en privado, y finalmente dijo, como cerrando el episodio, que desde la vez del abrazo fallido el padre no volvió a visitarla.
Perdieron contacto. Ella terminó sus estudios, trabajó como loca, encontró un hombre que la quiso y con el que tuvo dos hijos. El hombre se fue, los hijos crecieron. Cuando se quedó sola otra vez quiso volver a acercarse a su padre enfermo, que no tenía a nadie más que pudiera cuidarlo. El padre le dijo que se ahorrara el trabajo. No estoy, esta vez, pasando rápido por encima de un cuento que fue mucho más largo. Ella misma hizo un vuelo rasante por su propia vida, como si todo aquello que para el resto de la gente es el centro, lo que realmente cuenta, no tuviera en realidad ninguna importancia. Entonces volvió al principio de su historia. Al día en que la llamaron de la casa de retiro para anunciarle que su padre había muerto. Hubo otra pausa y cuando pensé que ya no quería contarme nada más volvió a hablar con esa voz que parecía de otro tiempo.
—Cuando estudiaba, una maestra nos dijo que si no podíamos nombrar algo es porque eso no existía. Pero hay sentimientos que no se pueden poner en palabras. No puedo explicar lo que sentí por mi padre, no puedo ponerle nombre.
—Tal vez sea mejor así —le dije, por decir algo.
—No —me dijo—. La razón por la que no puedo ponerle nombre es porque sé que lo odié con toda mi alma. Pero odio no es la palabra exacta. La palabra exacta no existe.
Se quedó mirando por el alto ventanal un rato más. Había dejado de llover y unos parches azules comenzaban a iluminar el cielo ya un poco más alto. De pronto pareció notar que yo estaba ahí todavía. Me preguntó en un tono casi alegre si mi padre estaba vivo. Le dije que sí, pero que vivía en otro país, muy lejos, más allá del Atlántico. Pero está vivo, insistió. Sí, le dije. Qué suerte tienes, me dijo. Me miró por última vez con la ternura de una abuela buena. Se levantó con la misma agilidad con la que se había sentado y antes de irse puso suavemente su mano arrugada sobre mi hombro.
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Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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