A Gina Saraceni, que sabe cuál parte de esta historia es cierta
Faltaban apenas dos días para que terminara el festival y yo me había tomado en serio la tarea de ir a un evento por día. Había visto de todo y me había saturado ya de chistes sin fondo, o con referencias que se me escapaban, de maquillajes y vestuarios, malabarismos y trucos, llantos y risas forzadas. En mi mente se cruzaban unos eventos con otros y veía al mago que tragaba hojillas sonriéndole a la mujer que cantaba canciones de cuna a un oso de peluche.
El hombre vestido de negro que saltaba de una cuerda a otra bajo la carpa de un circo parecía caer sobre el escenario en el que unos muchachos de secundaria improvisaban canciones sobre el mejor modo de viajar en tren. Un grupo de brasileros musculosos se pavoneaba con la bandera verde y amarilla frente a dos señores serios que recitaban profundas elucubraciones ante un tablero de ajedrez enorme. Cuatro jovencitas en traje de bailarinas saltaban sobre un grupo de viejitos disfrazados de señoras gordas. Todo se me juntaba, pues, y ya no tenía ánimo de agregar una escena más al repertorio de ese año.
Para descansar de la sobrecarga de imágenes decidí pasar un rato en los jardines de Princes Street. Me compré una ensalada de pollo y una bebida de yogurt de vainilla en Marks & Spencer y con mi almuerzo en una bolsita plástica crucé la avenida atiborrada de autobuses, taxis, ciclistas y peatones confusos. Entré en el jardín por la reja de hierro que da a una imagen de bronce que recuerda a los escoceses caídos en todas las guerras de los últimos dos siglos. Unas flores rojas de papel adornaban, como siempre, la base del monumento.
Elegí un banco vacío en la segunda terraza desde donde se podía ver a los niños lanzándose por la cuesta de grama. Un par de jubilados se reía a carcajadas en el banco de al lado. Algunos turistas descansaban echados sobre chaquetas y morrales. A la sombra de los árboles centenarios una familia hacía picnic con platos y vasos plásticos rojos puestos en perfecto orden sobre un mantel de cuadritos frente a cada comensal. Una señora empujando un coche vacío pasó varias veces delante de mí.
Después de comer quise estirar las piernas y caminé en dirección al monumento a Scott. La alargada mole oscura se recortaba contra el cielo de un azul intenso, sin nubes. Desde lejos vi al fondo del parque una especie de feria ambulante. Una música que venía de la feria me recordó los circos que visitaban el pueblo en el que crecí, del otro lado del Atlántico. Caminé sin apuro hacia la música respirando el olor a geranios en flor que inundaba el parque.
Al llegar al lugar entendí que se trataba de una especie de venta de artesanías. Aunque tenían los objetos habituales de este tipo de ferias, no se trataba de la gente que con frecuencia montaba pequeñas tiendas y tarantines en la ciudad, tanto en invierno como en verano. La feria estaba compuesta por cinco carromatos de gitanos parados a lo largo de la caminería del parque, uno detrás de otro, como si casualmente se hubieran detenido a la orilla del camino.
En uno de los carromatos vendían textiles, faldas, vestidos y trapos varios. En otro vendían velas de todos colores y formas. En un tercero había juguetes de madera, cartón y papel, y en el penúltimo vendían joyas de plata, con grandes piedras azules, corales anaranjados o conchas que hacían espiral. Pero el puesto que me llamó la atención estaba al final y era el más pequeño de todos. Tenía la forma de un barril gigante que hubieran recostado sobre el lomo. Cuatro patas de madera lo mantenían estable y había sido envuelto con lucecitas titilantes que apenas se notaban a la luz del día.
A un lado tenía una escalerita que parecía sostenida en el aire y daba a una cortina vaporosa, morada y azul. Me paré frente al carromato a contemplar los detalles de los cientos de dibujos que cubrían toda la superficie visible del barril. Había elefantes y estrellas, pozos y árboles, palmas de manos cruzadas de líneas, pirámides truncas, leones y soles, fuentes y estrellas, unicornios, lunas menguantes, ballenas con su chorro de agua arriba, hongos, pipas, mariposas, sombrillas, monos, cuernos de la abundancia, caracoles, muchísimas flores de todo tipo, brochas, libros abiertos, helados de barquilla, un pulpo con un sombrero de copa, medias colgando con juguetes adentro, grillos, pájaros libres y en jaulas, potes de basura repletos de papeles, huesos, manzanas con ojos, un gallo en una patineta con cara de asustado, un televisor con un pecesito adentro y todos los signos de las cartas repetidos muchísimas veces: bastos, oros, espadas y copas.
Cerré los ojos por un momento y presentí las pesadillas que me alcanzarían las siguientes noches que lograra dormir. Al abrirlos traté de enfocar la antención en una sola cosa para evitar el vértigo. Frente al carromato había una pequeña pizarra escrita con tiza blanca, sin ningún adorno. Gypsy Tarot, decía arriba. Más abajo, dibujado con un elegante arabesco decía el precio, £ 10. Me toqué los bolsillos en un gesto automático. Tal vez me alcanzaría lo que llevaba encima. Pero algo me decía que no debía tentar mi suerte una vez más.
Mi experiencia con adivinos, quirománticos y brujos de todo tipo no había sido buena. Una vez, en Caracas, una mujer pálida y flaca leyó mi carta astral y me anunció la fecha exacta en la que saldría de mi país hacia un exilio incierto. En La Habana, un babalao vestido todo de blanco predijo, mirando unos caracoles amarrados a una cinta roja, que no tendría hijos. Muchos años después, en Buenos Aires, frente a unas runas escandinavas, una mujer de turbante me aseguró que viviría tres vidas en una. En un tarantín turco al este de Londres, un anciano centenario leyó en la borra del café que alcanzaría la fama sin buscarla. Frente a la Mezquita de Córdoba, una tarde que recuerdo caliente como el infierno, dos mujeres de trapos largos y pelo cortado al rape me dijeron, leyendo mi mano, que había evadido mi karma y que pagaría con lágrimas mi atrevimiento.
Cada vez que alguien abría delante de mí un mazo de cartas de Tarot aparecía el símbolo de la muerte y cada vez me recorría la espalda el mismo corrientazo helado. Pero no había aprendido a resistir la tentación, o la curiosidad, y cada tanto asistía resignada a sesiones en las que me sometía con terror a los designios de los astros, las cartas, los caracoles, las bolas de cristal o las líneas de la mano. Mi empeño en conocer el futuro parecía parte de ese destino que estaba previsto y que tantas veces me había sido anunciado. El carromato me esperaba paciente. Respiré hondo y subí con paso indeciso los tres escalones de la precaria escalerita. Frente a la cortina que imitaba la textura de la seda tuve un instante de duda. Luego avancé decidida.
Adentro había una mesa iluminada sólo en una esquina por un grupo de velas de distintos tamaños que habían estado encendidas por horas o días. La cera chorreaba hasta el piso haciendo figuras de colores intermitentes. Olía a canela y a madera húmeda. Al principio no vi a la mujer que estaba sentada detrás de la mesa, pero cuando pude distinguirla me sorprendió lo joven que era. No tenía ni treinta años. Estaba vestida con una franela negra y un jean desteñido. No usaba maquillaje y llevaba el pelo oscuro recogido en una cola alta. Su único adorno era un inmenso anillo de piedra lunar que resplandecía en el índice derecho.
Hizo un gesto con la mano extendida para que me sentara delante de ella. Sonrió y me miró con intensidad. Puso las dos manos sobre la mesa y me indicó con los ojos que debía hacer lo mismo. Respiró hondo y yo repetí su gesto como si hubiera recibido una orden telepática. Había tres mazos de cartas en la mesa. La mujer pasó una mano firme sobre ellos sin tocarlos y eligió uno mirándome a los ojos. Mezcló las cartas lentamente y puso el mazo elegido frente a mí. Lo toqué con un dedo apenas y la mujer asintió con la cabeza.
Ábrelo, me dijo en un inglés quebrado. Separé las cartas en dos montones casi iguales. Again, me dijo sin impacientarse. Del montón más grueso saqué un grupo de cartas que me pareció suficiente y lo puse al lado. Los tres montones desiguales fueron otra vez juntados y mezclados y la operación se repitió dos veces más. Finalmente, la mujer comenzó a hacer una cruz en la mesa con las cartas boca abajo. Después puso cuatro cartas enmarcando la cruz y me dijo que eligiera por dónde comenzar.
Tal como había sucedido siempre, la primera carta que fue volteada sobre la mesa mostraba la imagen de la muerte, con su guadaña y su capucha negra. Sin poder evitarlo me levanté de un salto y le dije a la mujer que no siguiera, que no quería saber qué iba a pasar, que todo había sido un error. La mujer siguió volteando las cartas con calma y cuando las tuvo todas volteadas me miró y sonrió, apuntando a la carta fatal que me había aterrado. Cambio, transformación, viaje, distancia, dijo en su inglés básico. Entonces recogió todas las cartas y las mezcló de nuevo, como borrando el destino que me aguardaba.
Me senté otra vez, ya más calmada. La mujer puso las cartas sobre la mesa, junto con los otros mazos que habían sido descartados y me preguntó si quería probar algo distinto. Había sentido una instantánea confianza en aquella joven desde que entré y la vi, pero igual me sorprendí a mí misma cuando acepté taparme los ojos con una venda oscura. Vamos a hacer una regresión, me había dicho. Seguía las instrucciones que la mujer me daba con frases rudimentarias pero precisas. Respira. In, out. Respira.
Imagínate un camino largo que termina en una puerta. Cuando te diga, comienza a caminar hacia la puerta. Now. Walk, walk. Cuando llegues a la puerta no dudes y pasa al otro lado sin mirar a trás. Now. Cross over. Estás en el año 1859, ¿qué ves?. Dudé. Pero vi claramente que estaba en un campo abierto, en un camino polvoriento, sobre un caballo que galopaba a todo dar, sudando y resoplando. Huía de algo o de alguien. Atrás había dejado un incendio, una guerra, mucha gente muerta. Le conté lo que estaba viendo. ¿Qué ropa estás usando? ¿eres hombre o mujer?
Usaba botas de montar y pantalón claro, sucio de polvo. Llevaba una chaqueta azul con adornos amarillos, abierta sobre una especie de franela blanca, en mis hombros podía ver unas charreteras doradas, arrugadas y desteñidas. Era un hombre. ¿A dónde vas? No sé. Avanza, avanza. ¿Dime qué hay al final del camino? No sé. El camino se extendía inmenso, interminable delante de mí. Sólo sabía que tenía miedo y que debía alejarme.
Go on, go on. ¿Qué ves? Estoy en un barco. Es de noche. Llego a un puerto enorme. Hay muchos barcos de vela y creo que desembarco en un río, en la desembocadura de un río ancho. Hace frío. La gente habla un idioma que no entiendo. Avanza, avanza. Estás en 1892 ¿qué ves? Estoy sentado en una biblioteca. ¿Estás solo o acompañado? Estoy solo. Íngrimo y solo en una casa que parece enorme. Estoy leyendo sentado en una butaca de alto respaldar. El libro que leo está forrado en cuero y tiene los cantos dorados. En el dedo meñique de la mano derecha tengo un anillo con una piedra vinotinto.
Avanza, avanza. Estás en tu lecho de muerte. Estás a punto de morir. No quiero, dije en un susurro. Déjate ir. You have to die. Tienes que morir para poder nacer de nuevo. Un torrente imparable de lágrimas comenzó a salir de mis ojos sin que mediara ningún acto de la voluntad. Lloraba a cántaros. La cinta negra que me tapaba se iba empapando poco a poco. Déjate morir. You’ve got to let go. Me resistí un rato, llorando a moco tendido. Pero finalmente me dejé ir y sentí una paz, un silencio. Estás viendo una luz y vas a escuchar una palabra. Recuerda esa palabra. Remember, remember.
Cuando pude calmarme, secándome las lágrimas y los mocos, le repetí a aquella mujer, en español, la palabra que habían sonado claramente en mis oídos cuando me dejé morir: perdón. Forgiveness… murmuró ella, como si entendiera mi idioma. Esperó a que me calmara y puso de nuevo los tres mazos de cartas delante de mí. Elige uno, me dijo cuando vio que ya podía reaccionar. Entonces volteó la primera carta y apareció una mujer sentada en un trono con una túnica clara y una especie de corona luminosa sobre la frente. La sacerdotisa, dijo la mujer señalando la carta. Ésta eres tú.
Entonces describió todas las virtudes de mi supuesto carácter. Por primera vez desde que entré en el carromato desconfié de la mujer que me leía las cartas. Yo no me sentía sabia, ni profundamente intuitiva, ni segura de mí misma, ni capaz de ninguna hazaña interior, ni de ningún acto de creatividad superior a lo habitual. Pero luego sacó otra carta y otra y otra. Y me fue contando mi vida pasada y presente con tal cantidad de detalles que me mantuvo en vilo durante más de media hora. Cuando llegó el momento de predecir mi futuro sólo dijo que mi destino estaba en mis manos.
Podía repetir los errores del pasado y morir sola, triste y amargada. O podía perdonar y comprender a los seres que me amaban y vivir el resto de la vida en compañía y en una relativa felicidad. Si elegía lo primero repetiría el ciclo de mis vidas anteriores y volvería a morir en medio del llanto y la tristeza. Si elegía lo segundo, y demostraba que había aprendido la lección que me correspondía aprender, mi alma se elevaría y reencarnaría en un plano superior, para vivir una vida con menos sufrimiento. Hizo una pausa y luego me dijo, recogiendo las cartas, que podía hacer tres preguntas.
Las primeras dos preguntas que se me ocurrieron no tenían trascendencia alguna. Las respuestas fueron largas y ambiguas, construidas con típicas frases que abarcaban mucho y no decían nada. Finalmente me atreví a preguntarle lo que quería saber desde el principio, desde que crucé el umbral del carromato a través de la cortina de seda falsa. ¿Voy a regresar algún día? ¿este exilio va a tener fin? Su respuesta fue clara, contundente y sin adorno alguno. No, me dijo. No vas a volver nunca.
Al salir del carromato me sorprendió la luz del día, el sol de verano todavía alto sobre los techos grises y los anchos letreros de las tiendas de Princes Street. Caminé hacia Waverley Station como en un sueño y me senté en la parada a esperar un autobús que tardaría más de veinte minutos en llegar. Miré pasar a los turistas en alegres grupos, gritando en español, gesticulando en italiano o discutiendo en francés y alemán. No sabía todavía qué hacer con aquella sentencia fatal que se sumaba a otras muchas. Me había negado a llevar la cuenta de las predicciones que se habían cumplido ya.
La espera se me hizo larga. Soporté el tumulto de peatones sumergida en una especie de limbo. Subí al autobús cargada con una desesperanza dura y quieta. Miré por la ventana cuando avanzábamos hacia el West End en medio del embotellamiento de Princes Street. En una pausa del tráfico, justo antes de un semáforo, distinguí en medio de la gente a la joven que me había leído las cartas. Sentada en un banco, con una pierna cruzada sobre otra, fumaba un cigarro con cara de cansancio.
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Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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