Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

jueves, 27 de mayo de 2010

El arcón del Marqués

Decían los viejos reunidos en la plaza que el marqués tenía una inmensa riqueza que se desvaneció en el aire como por encanto. Parecía obra de una maldición, decían los viejos. Y para acentuar el efecto extraordinario de aquella historia que parecía sacada de libros antiguos, el viejo más arrugado del pueblo rezaba cada tanto el rosario monótono de las preguntas que se hacía todo el pueblo.

¿A dónde fueron a parar los suntuosos muebles fabricados a la medida por los más prestigiosos ebanistas? ¿En qué salón está ahora el piano alemán que llegó al pueblo cargado a lomo de mula, dividido en siete cajones numerados y que fue reensamblado pieza por pieza por un francés que trajeron de Caracas? ¿Dónde están las alfombras persas y las cortinas de seda de la China que adornaban ventanas y pasillos? ¿En qué potreros secos murieron de mengua los caballos de paso fino que llenaban las calles empedradas de sonidos como de lluvia? ¿En qué pasillo oscuro se encuentran hoy los baúles con trajes de caballeros a la medida, traídos directamente de Londres, y los vestidos que las damas habían encargado a París? ¿Dónde están las morocotas de oro que empedraban el corredor por el que se entraba a la casa? ¿dónde los tulipanes holandeses que adornaban el amplio jardín? ¿y las piedras preciosas que reverberaban como al descuido en cofres de oro y plata sobre las mesas, mesitas y mesones de la gran mansión? ¿Dónde estarán los parabanes de nácar con incrustaciones de perlas naturales de tres colores que dividían los salones inmensos y permitían a las damas retirarse a cuchichear sus intimidades en las largas veladas en las que corría como agua el champán?

Y así seguía una enumeración que podía durar horas, porque después de que la memoria del más viejo de los narradores se agotaba, los demás aportaban también sus preguntas, describiendo las fantásticas riquezas del marqués como si hablaran de algo que había sucedido en un tiempo remoto, más allá de los confines del mundo conocido. Pero siempre llegaba el momento en que alguno de los viejos recordaba haber visto uno de aquellos espléndidos caballos o el palanquín de plata repujada o el abanico de jade y entonces la historia se desviaba y era el turno de contar la complicada genealogía de aquella familia con la que todo el pueblo estaba o quería estar emparentado.

Las ramificaciones de tíos, primos segundos, ahijados y parientes políticos era tal que al final de la tertulia de la tarde los muchachos del pueblo quedábamos convencidos de que hasta nosotros habíamos oído hablar de una tía abuela que tenía un cuñado que contaba que uno de sus primos se enamoró una vez de una prima lejana del marqués. Lo más impresionante de todo era que al levantar la vista de la plaza en la que se enumeraban aquellas fabulosas riquezas y se trazaba el hilo de aquella familia ilimitada podíamos ver en la loma que se alzaba al final de la calle real los restos de la gran casa en la que había vivido el marqués. La prueba de que todo aquello había existido ahí mismo, apenas unos años atrás, estaba delante de nuestros ojos y por eso aquellas historias nos resultaban irresistibles.

Cuando se hacía el silencio que siempre anunciaba el inicio de una nueva historia, todos mirábamos hacia la loma donde estaba el caserón tratando de evocar un lujo que éramos incapaces de imaginar. En medio de uno de aquellos silencios abismados uno de los viejos menos veteranos, de esos que buscaban su oportunidad para consagrarse como voz cantante, como autoridad por encima del coro anónimo, comenzó a contar la historia del arcón del marqués.

—Se sabe que por lo menos una parte del tesoro del marqués salió de la casa en una carreta jalada por cuatro caballos —dijo el viejo.

Todos lo miramos esperando que continuara. Pero se hizo un silencio que parecía sostenerse entre la mirada ofendida del viejo más arrugado y la mirada atrevida del que pretendía retar la autoridad y subvertir la jerarquía de los contadores de cuentos de la plaza. No hay advertencia o amenaza que no quepa en la mirada tensa de un viejo que manda a callar a otro porque ha ido demasiado lejos. Una línea había sido cruzada. Pero nosotros no conocíamos esos límites.

—Cuéntanos, cuéntanos la historia —dijimos a coro los niños de la plaza.

—Lo llamaron por mucho tiempo el arcón del marqués —dijo el viejo retador— y desde que dejó la casa una madrugada lluviosa todo el mundo se dedicó a especular sobre el rumbo que había tomado la pesada carreta.

El viejo más arrugado se levantó del semicírculo de sillas donde estaban sentados los ancianos y el viejo retador volvió a quedarse en silencio, mirando los ladrillos cuarteados del piso. Aunque miraba al suelo su cuerpo estaba erguido en el asiento que ocupaba al borde de la media luna de sillas. Parecía claro que seguiría con la historia aunque todos los viejos se levantaran y él se quedara solo con los muchachos que querían saber qué había pasado. El público pedía más y ninguna autoridad podía pasar por encima de ese clamor, de esa curiosidad creciente.

Aquel desafío silencioso duró apenas un minuto. Una bandada de loros cruzó la plaza rumbo a los dormideros y destrozó con su escándalo burlón y verde la solemnidad del momento. El viejo más arrugado dio unos pasos alrededor de su silla como si tratara de despertarse un pie dormido y se sentó otra vez, decidido a tomar él la voz cantante.

—Dicen que la carreta tomó rumbo al sur —dijo el viejo, aceptando el desafío.

Pero nosotros queríamos saber cómo era el arcón, qué había adentro, cómo lo habían subido a la carreta, cuántos hombres habían sido necesarios para cargarlo. Queríamos todos los detalles y ante nuestras demandas los viejos se turnaron para juntar sus recuerdos y armarnos una historia que hasta ese momento había estado fuera de su repertorio. Tomó tiempo juntar los fragmentos y sacar en limpio una versión más o menos unánime, hasta que finalmente nos quedamos con la idea de que el arcón medía unos dos metros de largo y tal vez metro y medio de alto. El ancho nadie supo o nadie quiso calcularlo, porque en ese espacio indeterminado tenían que entrar todos los sueños.

Lo que había adentro era lo más difícil de establecer y tal vez esa era la razón por la que esta historia no había sido incorporada antes a los cuentos de la plaza. Sólo las lavanderas y las cocineras, las recamareras y las nanas, las legiones de criadas que habían entrado y salido del servicio de la casa grande por generaciones habían tenido tiempo y ganas de hacer proliferar aquella historia imposible. Primero se dijo que el arcón contenía un cuerpo embalsamado. Pero esa historia no prosperó, porque de inmediato las criadas comenzaron a hacer un largo inventario de las cosas que habían visto en la casa y ya no estaban. Fueron tantas las cosas que las mujeres sumaron a aquella lista interminable que al final sólo un arcón que tuviera el tamaño mismo de la casa grande podría haberlas contenido.

Tal vez por eso los viejos del pueblo consideraban que aquel era un cuento de lavanderas, indigno de sus tertulias. Pero ese día sucedió lo inevitable. Porque tarde o temprano algún viejo advenedizo tenía que lanzar a la plaza el desafío de apoderarse del cuento, domarlo, ponerle límites y darle la forma de una historia real, que pudiera convertirse en patrimonio de todos. Y aquel día en la plaza yo fui testigo del primer ensayo de domesticación de un cuento que había permanecido salvaje por demasiado tiempo. Los viejos tardarían en redondear las aristas, pero aquella primera versión oficial, con todos sus defectos y contradicciones, nos permitió ser testigos del inicio de una leyenda que sobreviviría a todos los viejos y a todas las lavanderas del pueblo.

El arcón del marqués contenía morocotas de oro puro y las más finas joyas, eso era indiscutible. También parecía formar parte del consenso que el arcón guardaba al menos una docena de libros raros y valiosas obras de arte en un número imposible de determinar. Lo que en realidad estaba en disputa era el tema de los documentos. Los viejos pergaminos que probaban la limpieza de sangre de la familia del marqués y sus títulos, firmados de puño y letra de su real y sagrada majestad. Los viejos daban por sentado que el marqués había comprado tanto el título como el documento de limpieza de sangre. Y aunque a los niños de la plaza aquello nos pareció un fraude evidente, los viejos ni se detuvieron a considerar una versión distinta.

Cuando estalló la guerra grande, los herederos del marqués pensaron que tarde o temprano la casa sería saqueada y creyeron necesario salvaguardar al menos parte de un legado que había sido acumulado por cinco generaciones de blancos y había costado incontables vidas de indios y negros. Por eso habían mandado a hacer aquel arcón mítico con pedazos de tres viejos baúles que formaban parte de las más antiguas pertenencias de la familia del marqués y atestiguaban su rancio abolengo. Porque, según decían las criadas, al menos uno de aquellos baúles había viajado en la Pinta, una de las tres carabelas, junto al equipaje del mismísimo Cristóbal Colón.

A los niños de la plaza nos daba vértigo sólo imaginar aquellos cientos de años pasando en una sola frase delante de nosotros. Y el vértigo se nos apaciguaba sólo al levantar la vista y mirar en la loma las ruinas de la casa del marqués. Todo había estado allí, todo había pasado por aquella puerta y respirado el aire que entraba por aquellas ventanas. Todo había tenido alguna vez una dimensión humana, las cocineras y las lavanderas lo habían visto y tocado. Pero ahora, mientras escuchábamos armarse ante nuestros ojos la historia del arcón del marqués, un aire de fábula se posaba sobre los nombres mismos de los objetos y los hacía formar parte de una ficción más grande que la vida misma.

Con los baúles que habían viajado en la Pinta, junto al equipaje del almirante de la mar océana, se había construido entonces el arcón en el que reposaban las pertenencias más valiosas de los herederos del marqués. Y el arcón había viajado rumbo al sur, en una carreta jalada por cuatro enormes mulas. Los viejos del pueblo confiaban más en las mulas que en los caballos para las largas y peligrosas jornadas en medio de los diluvios de abril. Porque todos coincidieron en que debió haber sido una madrugada de abril, aunque no se pusieron de acuerdo sobre el año. Nadie sabía con certeza en qué año había estallado la guerra grande. O, más bien, nadie podía con claridad nombrar una fecha, una batalla, un decreto, que marcara el inicio de aquel infinito enfrentamiento que costó tantas vidas. Como tampoco podíamos hoy, incluso habiéndolo vivido, señalar la fecha exacta en que la guerra terminó y comenzamos a convivir en paz.

La paz y la guerra son en realidad indistinguibles. Hay largos períodos en los que no se sabe si estamos en medio de una conflagración o si nos encontramos ya al final de los conflictos. Sobre todo en nuestras guerras de palabras, en las que las proclamas, las declaraciones, los discursos que circulan en pasquines y papeles sueltos, sustituyen tantas veces el enfrentamiento físico. Hemos luchado más en campos de batalla imaginarios que en escampados donde se derrama la sangre tibia y se entreveran los cuerpos y los machetes, las balas y las vísceras.

Pero era seguro que el arcón había salido de la casa grande una madrugada de abril en los primeros dos años de la gran guerra y había tomado rumbo al sur. ¿Para dónde había ido aquella carreta jalada por cuatro mulas? Los viejos se pusieron de acuerdo muchos años después. Pero aquella tarde en la plaza nosotros sólo pudimos sacar en claro que los tesoros del marqués viajaban rumbo a la frontera, porque una parte de la familia se había expatriado ya, y en Colombia parecía haber una calma eterna mientras aquí nos preparábamos para acabar con todo de una buena vez. Pero el arcón no salió nunca del país y los viejos también estaban de acuerdo en que aquella fabulosa carreta, con su arcón varias veces centenario, no avanzó más que unas tres jornadas. Porque al cuarto día desapareció y no se supo nunca más de su paradero.

Al pueblo llegaron por meses, por años, vagabundos y corre caminos contando historias que nadie creyó nunca. Que habían encontrado a las mulas, montaraces ya después de mucho vagar solas, tomando agua en una quebrada cerca de Guasdualito. Que la carreta la habían usado para hacer fuego unos esclavos cimarrones en una noche fría en las afueras de Mantecal. Que pedazos del arcón habían sido usados para construir un rancho donde se alojó la tropa federal durante un mes cerca de la Mesa de Cavaca. Que un viejo en Guanarito tenía una dentadura hecha toda de oro de las morocotas que había encontrado enterradas al pie de un samán en Ospino. Y así… infinitas historias que daban cuenta del tesoro más preciado de los herederos del marqués. Pero nunca nadie había traído de los caminos una historia que hablara de los papeles, de los documentos que los viejos juraban que habían sido enviados en el arcón junto con todas las demás pertenencias de la familia.

Según contaron por generaciones las cocineras y ratificaron las lavanderas, aquellos papeles estaban protegidos por un grueso carpetón de cuero repujado, adornado con el escudo de la familia: en campo de plata, tres fajas de azur y sobre cada una de ellas dos toros pardos, andantes... recitaban las criadas y repetían los viejos en la plaza. El legajo había reposado alguna vez en una vitrina de caoba mandada a hacer especialmente para exhibir los invaluables documentos. El mueble replicaba en el vidrio y en las maderas el escudo y las iniciales entrelazadas que representaban el patrimonio familiar. Se cree que el mueble estuvo vacío en la casa grande hasta hace muy poco. Algunos piensan que es uno de los muchos pequeños tesoros que la doña guardaba en la estancia principal de su casa, a donde sólo entraba ella y no podía pasar ni la servidumbre de más confianza.

Cuando Segundo regresó de su largo viaje dicen que lo vieron entrar en la casa con un paquete bien envuelto. Los viejos aseguran que las criadas lo escucharon entrar con su propia llave en la sala que la doña mantenía clausurada. Dicen que en el mueblecito vacío Segundo depositó el cartapacio de cuero repujado y que desde entonces ha estado ahí. Pero nadie ha sido capaz de asegurar que la vieja carpeta tiene adentro los ancestrales documentos de la familia del marqués. Sólo yo sé lo que encontramos en aquel viaje que parecía no tener fin y no sé si algún día seré capaz de contarlo en el medio de la plaza.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.