Dicen que hubo un tiempo en el que el arte de desaparecer en las paredes de las cuevas fue lo que salvó a sus habitantes de una masacre segura. Todos hablaban de ese tiempo de sangre y maravillas como si hubiera sucedido siglos atrás, como si se tratara de una edad mítica. Pero la verdad es que los más viejos vivieron esos días y se acuerdan muy bien. Y cuentan por las noches sus historias, cuando nos sentamos a cenar mirando las estrellas. No las reales, sino las que pintaron los antiguos en el techo de la cueva más grande y más alta, que son exactas a las estrellas de verdad, pero más hermosas, porque entre ellas hay líneas de plata que forman constelaciones. En ese techo aprenden los niños las lecciones que los ayudan a ubicarse en el bosque cuando, una vez al mes, salen con los mejores cazadores a entrenarse en el arte de sacrificar a unos para alimentar a otros.
El arte de desaparecer sigue siendo vital para los habitantes de las cuevas. Lo aprenden desde que pueden caminar. Y la lección comienza observando el color de las cuevas, el modo rugoso en que avanzan y retroceden, sus grietas y protuberancias. Las vetas más claras, los oscuros trazos que parecen imitar raíces, el musgo que se asoma en los rescoldos más húmedos, las estalactitas con su gota de agua, todo lo estudian desde niños y le dan nombre y le cantan canciones. Aprenden los colores señalando esos accidentes de la tierra y la piedra. Tienen veinte nombres para el color marrón, no sé cuántos para los tonos ocres, no he logrado contar la gama de verdes y amarillos que son capaces de ver y distinguir.
Cuando llegué, mejor dicho, cuando me desperté entre los habitantes de las cuevas, me pusieron a aprender con los niños el arte de observar las superficies. Entonces no entendía por qué era importante saber de qué color era una grieta ni cómo distinguir un ocre de un marrón claro. Lo vine a entender meses después, cuando me dejaron pasar de un grupo a otro porque parecía que lograba aprender más rápido que los niños más pequeños, y me dejaron asistir como oyente a la primera clase en la que los adolescentes comenzaban a entrenarse para desaparecer. La primera lección había que recibirla en la piel.
La mujer que enseñaba ese día, nunca era la misma, comenzó por un brazo. Mezcló tierra y agua, junto con pigmentos minerales y vegetales, mientras iba recitando la plegaria que habían cantado todos sus ancestros para pedir permiso de desaparecer. Era un permiso que había que pedirle a la tierra misma que acunaba en su seno las cuevas. En ese momento yo no era capaz de traducir todavía aquel canto, aquella cantinela de palabras que danzaban a veces en murmullos y otras veces en sonoros aullidos que reverberaban en la oquedad como un temblor a punto de estallar. El brazo de la maestra se fue llenando de marrones y ocres, sus dedos y sus uñas se convirtieron en parte de un mismo todo indistinguible, hasta que la mujer dejó de cantar y de balancearse, hizo una pausa y estiró el brazo para ponerlo sobre la piedra. Un murmullo de asombro recorrió el grupo. Su brazo había desaparecido.
El arte de convertirse en tierra o en piedra era apenas un punto intermedio. Después había que aprender el arte de la inmovilidad. Sólo al perfeccionar esa capacidad era posible, realmente, ser invisible en las cuevas. Yo nunca llegué a aprender como quedarme quieta. Y ahora que las cuevas no existen, tal vez el arte de desaparecer ya no tenga sentido. Pero sigue viviendo en la memoria de todos los que sobrevivieron como parte de lo que los hacía distintos, únicos, capaces de perdurar como las piedras mismas. Era un verdadero prodigio ver a los magos salir literalmente de las paredes cuando más los necesitábamos. Pero ahora estamos ya al descampado y no sabemos qué hacer con los nombres que teníamos para todos los colores de las cuevas.
Los bombardeos duraron diez días con sus noches. Cuando terminaron no quedaba una sola cueva en pie. Perdimos gente de todas las edades y condiciones. Sabios y aprendices; magos y cocineras; constructoras y reparadores; pintoras y sastres; hilanderas y jardineros. Los que pudimos escapar nos reorganizamos como pudimos y tratamos de aprender, tan rápido como era posible en medio de la fuga, un oficio que fuera útil para todos. Para entonces yo ya había aprendido la lengua de las cuevas y mi acento apenas se notaba. Estaba bien avanzada en el estudio del idioma de los habitantes de los árboles y como nos dirigíamos hacia allá, a buscar refugio entre los que tenían tanta abundancia que no podían negarse a acogernos, me nombraron intérprete.
No teníamos ningún plan alternativo, aunque por las noches, mientras descansábamos alrededor de las ollas ya vacías, se hablaba del archipiélago donde viven las tribus del agua. Sus famosos guerreros, sus sacerdotisas legendarias, sus canoas fugaces que atravesaban el mar en el más absoluto silencio, la belleza sin par de todos ellos, hombres, mujeres y niños. Los viejos contaban lo que habían escuchado por generaciones, pero ya no quedaba nadie vivo que hubiera visto en persona a alguno de los habitantes de los mares. Decían que eran nómadas del agua, pero también decían que vivían en un archipiélago compuesto por más de mil islas. ...
Durante las semanas que tardamos en llegar a la ciudad entre los árboles mi rutina de estudio fue siempre la misma. Al amanecer, mientras los demás desayunaban y levantaban el campamento, yo repetía los sonidos que mi instructora me había asignado el día anterior. Durante la jornada a pie, que no se detenía hasta que el sol cabeceaba en el horizonte, iba acostumbrando el paladar, la lengua y los labios a esos sonidos que parecían no caberme en la boca. En las tardes, cuando los demás montaban campamento y preparaban la única comida fuerte del día, yo recitaba ante la maestra las palabras y frases que había aprendido. Corregía los errores, usaba de distintas maneras los nombres y los verbos, aprendía a calificar y a matizar. Después de cenar recibía la lección que iba a repetir desde el alba hasta el atardecer al día siguiente. Y así, día tras día hasta que la ciudad sobre los árboles apareció de pronto ante nosotros y me tocó saludar en su propio idioma a la mujer más sabia entre las sabias, que gobierna a su pueblo sin dar órdenes y habla el lenguaje de los pájaros.
Los nervios no me traicionaron y logré pronunciar el saludo y la bendición rituales. Pude también pedir asilo a nombre de los desplazados, pedir por nuestros viejos y nuestros muertos, pedir sin perder el orgullo ni la dignidad, ofreciendo a cambio nuestro saber y nuestro trabajo. Somos una sombra de lo que fuimos, logré decir con la frente en alto, pero te ofrecemos lealtad incondicional y la ciencia de nuestros sabios y el saber de nuestras curanderas que no tiene rivales. A medida que los niños traían las ofrendas logré nombrar las telas y las piedras preciosas, una por una, sin dudar. Hasta que la mujer que habla el idioma de los pájaros levantó la mano para hacerme callar y con una sonrisa aprobó mis esfuerzos y dijo, en nuestra lengua, con una pronunciación perfecta: ¡Bienvenidos!
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