Hay sol y me asomo al balcón porque
escucho risas y voces de niños abajo. Me estoy tomando un té con
leche y mantengo las manos sobre la taza para que no se me enfríen
en la brisa helada. Aunque hay una luz de verano, faltan dos días
para noviembre y ya los relojes han regresado a la hora del invierno.
Estoy descalza. Llevo apenas una franela manga corta y una falda
ligera. Abajo los niños gritan de emoción por algún descubrimiento
que acaban de hacer. Me asomo sobre la baranda y los miro. Siento un
leve vértigo al ver el abismo que se abre entre los niños y yo. Nos
separan seis pisos.
Los niños juegan con un camión de
plástico que están intentando llenar con las hojas secas que se han
caído ya de todos los árboles. Hay cuatro o cinco niños alrededor
del camión y otros tres un poco más allá, con un tobo, buscando
hojas para agregarlas a las que ya recogieron. Parecen la avanzada de
una expedición científica. Entre esos tres hay una niña. Es la
única morena del grupo. Su pelo oscuro y largo está recogido en una
trenza que le danza en la espalda cuando corre. La niña lleva un
abrigo de muchos colores pintados como retazos verdes, amarillos,
rojos y azules que se mueven con ella y brillan en el sol. Los demás
niños tienen abrigos de un solo color y las cabezas cubiertas con
gorros que imagino de lana.
La niña morena está buscando hojas
secas, como todos los demás. Pero de pronto encuentra un amasijo de
algo que desde arriba parece líquenes o alguna de esas plantas
aéreas y parásitas que crecen en las ramas de los árboles. Un
estropajo seco de ramitas entrelazadas. La niña regresa corriendo a
entregarle su tesoro a los otros. Pero el niño que sostiene el tobo,
lo agarra quitándolo del piso y acercándolo a su cuerpo, para no
dejar que la niña ponga su amasijo de líquenes adentro. La niña se
sorprende. Se queda con la mano extendida tratando de entender.
Entonces parece encontrar una razón y con sus manos mínimas
desmenuza el estropajo de líquenes hasta que queda reducido a unas
tiras mustias. Entonces vuelve a ofrecer su hallazgo al niño que se
ha adueñado del tobo. El niño la mira un momento y parece que no
sabe cómo leer ese gesto.
¿Es una manera de aceptar su autoridad y
someterse a las normas que él ha establecido? ¿o es más bien un
desafío a su poder y un intento de pasar por encima de su expresa
prohibición, utilizando una estratagema que aparenta inocencia?
El niño decide que, por si las dudas, es
mejor que establezca su autoridad de una vez por todas. Así que
reitera su negativa y agarra más fuerte el tobo contra su abrigo
unicolor y lo tapa con las dos manos. La niña deja caer en la grama
lo que queda del manojo de líquenes y se queda un segundo parada
frente a los niños que siguen recogiendo hojas. Se agacha después,
sólo un momento, y arranca algunas hojas de grama y las lanza al
aire en dirección al tobo al que ya no tiene acceso. Es un gesto
inútil, pero ella lo ejecuta con seriedad, como si no terminara de
aceptar que ha quedado fuera del juego.
Los demás niños la ignoran y ella no
hace ningún otro esfuerzo para integrarse al grupo. Al contrario.
Elige un lugar en el que pega el sol y se acuesta en la grama, sobre
su abrigo de colores, con las piernas y los brazos extendidos. El sol
le da de lleno y ella cierra los ojos para dejarse calentar, con una
leve sonrisa en su cara redonda. Los demás niños siguen jugando
como si no notaran su disidencia. Pero ya no parecen tener el mismo
entusiasmo y comienzan a arrancar pedazos de grama, como si se
hubieran cansado ya de aquel juego inútil.
Desde arriba miro a la niña sola tirada
al sol y me acuerdo de las clinejas que me tejía mi abuela antes de
irme a la escuela. Tuve el pelo así de largo durante un tiempo
cuando era niña. Lo sé por las fotos, pero no es un recuerdo real.
De lo que sí me acuerdo es de los juegos en el recreo. Me acuerdo de
haber estado siempre rodeada de otros niños, corriendo sin parar por
el patio, subiendo a los árboles, saltando y cantando, compitiendo a
ver quién llegaba más lejos, más alto, más rápido. Por más que
quiera imaginarme sola, dejada de lado, ignorada, la verdad es que yo
no era como esa niña que se queda sola sin poder jugar. Yo era de
las que inventaba las historias, de las que imponía las reglas. Yo
era como ese niño que sostiene el tobo para que no entre lo que no
debe. Y ese descubrimiento me entristece.
Desde el balcón, mientras dejo que la
brisa me enfríe, siento una especie de vergüenza retrospectiva. Me
da pena con esa niña, porque si hubiéramos coincidido en la
infancia, en ese jardín, yo hubiera estado al lado de los niños que
llenan de hojas el tobo y el camión de plástico y hubiera
establecido alguna norma sobre qué puede entrar y qué no en esa
carga. Yo también la hubiera excluido si se hubiera empeñado en
agregar una cosa extraña, tan distinta a las hojas planas y
amarillentas que tan bien se amontonan unas sobre otras creando un
patrón uniforme de tonos ocres.
Un rato después la niña se levanta. Tal
vez el calor del sol no es suficiente y la humedad de la grama le ha
dado frío. En un salto está otra vez parada frente a los niños que
siguen destrozando la grama. Justo en ese momento se acerca una niña,
blanca como una muñeca, con un hermoso abrigo rojo. Trae en la mano
un amasijo apretado de líquenes. Un estropajo enredado que sin
ningún preámbulo echa en el tobo. Nadie se lo impide. La niña
morena mira aquel gesto sin una pizca resentimiento. Y acto seguido se
suma otra vez al grupo de niños que siguen llenando el tobo y ahora
no discriminan entre hojas, palos, líquenes o grama.
Praga, 30 de octubre, 2018
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