Soñé una historia esta madrugada. Sé que vi
la historia completa en ese sueño, pero en la mañana, cuando me
desperté con el cuarto inundado por un sol veraniego que parecía
casi mediterráneo, la historia había quedado hecha pedazos en mi
memoria. Me levanté sin hablar, rechacé los saludos con una mano en
alto y antes de desayunar me senté a escribir en mi iPad lo que
recordaba. Después del desayuno quise agregar los detalles que ya no
estaban en las notas rápidas que escribí al levantarme. Pero
solamente pude recordar unos pocos.
La primera escena es esta: hay una mujer morena
limpiando el piso de una casa enorme. Hay muebles lujosos, matas
cerca de las ventanas, largas cortinas que se arrastran un poco por
el piso. Hay una luz tenue y la dueña de la casa está sentada
leyendo. Las paredes están tapizadas de libros. Donde no hay libros
hay cuadros que imagino valiosos. Parecería la escena de una
anticuada película inglesa, si no fuera porque la convivencia de la
sirvienta y la dueña de la casa es impensable en esas películas en
las que los de arriba y los de abajo apenas coinciden. Y es
impensable también por lo que sigue.
La sirvienta deja de limpiar y se acerca a la
dueña de la casa con una pregunta. Una petición más bien. Le pide
que la ayude a escribir una carta o que le enseñe a escribir una
carta. Ya no recuerdo las palabras exactas con las que se hace ese
pedido. Pero sé que la joven habla con mucha dignidad, aunque
utilice el palo del haragán como escudo y lo agarre muy fuerte entre
las dos manos morenas. Creo que hablan en español (pero podrían
también estar hablando en inglés, a veces no distingo) y que la
dueña de la casa no se asombra ni se alarma por lo que la sirvienta
le pide. En la mañana pienso que eso es lo que salva a esta historia
de ser totalmente anacrónica. Esa mirada de la dueña de la casa que
no es alarmada ni condescendiente.
Lo siguiente sucede un tiempo después. Es
posible que me haya olvidado de lo que pasó entre una escena y otra.
Puedo imaginar los días en que las dos mujeres se sentaron en la
mesa de caoba de la biblioteca, o tal vez en el comedor informal en
el que se desayuna los días de semana, o en el pantry más bien
incómodo pero acogedor que está dentro de la cocina (la casa es
enorme, ya lo dije) a repasar borradores de cartas. Es una escena
didáctica, en efecto. Una mujer enseña y la otra aprende. Pero hay
algo en ese intercambio que no es del todo civilizatorio. Hay una
corriente igualitaria, un impulso de empoderamiento, como se dice
hoy.
Como sea, esas escenas no las recuerdo. Sólo
estoy inventando porque la próxima escena se me queda en el aire si
no. Y es otra vez el salón en el que las matas ocupan espacios
estratégicos cerca de las ventanas. La misma luz, las cortinas, los
estantes llenos de libros. Ahí está la joven que pasa un coleto
eterno por el mismo piso ya excesivamente limpio. Pero algo ha
cambiado. Se oyen ruidos afuera. Una multitud parece estar gritando
un nombre y el tumulto se acerca a la paz de la casa con estruendo de
guerra. La paz ya está rota. La dueña de la casa ha bajado el libro
que intentaba leer y mira a la joven que también ha dejado de
limpiar y se asoma a la ventana.
Ya es hora de que te cambies al cuarto de
huéspedes, dice la dueña de la casa. Hay un tuteo allí, estoy
segura. ¿Por qué no hay hombres en esa enorme casa? No tengo
respuesta a esa pregunta. Sólo puedo ofrecer un presentimiento. Los
hombres se han ido de viaje y tal vez están por llegar. Esa ausencia
me inquieta. Pero el ruido que viene de afuera es lo que construye la
tensión de esta escena. Y no hay una imagen clara que me lo explique
pero sé lo que está pasando. Afuera, en esa entrada que imagino
ancha y majestuosa, hay mujeres que vienen a pedirle a la sirvienta
que escriba para ellas más cartas, que escriba tantas cartas como
sea posible para acabar con todas las injusticias, los errores, los
malos tratos.
De una carta íngrima y seguramente mal escrita
hemos pasado a la multitud. Un reclamo solo se ha ido multiplicando
hasta convertirse en ese clamor que ha llegado a la puerta de la casa
y la sirvienta es ahora la cabeza de un movimiento. Ella no lo
eligió. Su desafío original había sido casi en sordina, un gesto
doméstico. ¿Para quién habrá escrito esa primera carta? ¿pidiendo
qué? Como sea, la dueña de la casa la acompañó en su empeño y
eso me hace pensar que no calculó las implicaciones o, si lo hizo,
no pensó que llegaría a esto. Pero ahora reconoce con un solo gesto
que ha perdido una sirvienta y ha ganado una huésped. Desde ahora la
joven va a tener que ser su invitada de honor.
Imagino que manejará su agenda, que no
permitirá que la agobien demasiado. Tengo la impresión de que
vienen a visitarla los líderes políticos y creo que le ofrecen
lanzarse a un cargo. Me gustaría pensar que hace una inmensa campaña
para presidente. Pero mi sueño llega sólo hasta ese ruido que se
acerca desde afuera y a esa frase que cambia en un instante el
estatus de la sirvienta. Es la cenicienta otra vez, pienso mientras
transcribo el sueño en la mañana, preguntándome qué historia
estoy volviendo a repetir. Pero no, me discuto, aquí no hay
príncipes azules. No hay madrastras mezquinas. Esta joven morena
está sonriendo. Sabe que desde el cuarto de huéspedes su vida va a
dar un vuelco impredecible.
También soñé con una calle sola bajo el sol
del mediodía que en la noche se vuelve un lugar de encuentro, con
mesitas y sillas verdes en las aceras. Es una calle de adoquines. Hay
botellas de vino, velitas sobre las mesas y huele a algo muy rico.
Luces de colores cuelgan de un balcón a otro y en medio del murmullo
de las parejas que conversan se escucha de pronto una risa de mujer.
Pero ese es otro sueño y no he encontrado el modo de hacer que la
sirvienta y la dueña de la casa vengan a sentarse en una de estas
mesitas y compartan un vaso de vino y unas gambas con ajo.
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