Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

martes, 30 de agosto de 2011

Final de historia

Te tengo que contar esto. No sé cómo contártelo pero éste es el final de la historia y una historia no se puede quedar sin final. Ninguna historia se debe quedar sin final. Ya sé. Ya sé. Todo final es una convención. Un punto que se pone en el último extremo de una línea. Un tono de cierre. Un “...y vivieron felices para siempre”. Ya sé, los cuentos de hadas, las historias de piratas y cofres del tesoro, todas tienen un final, porque el propósito mismo del relato es llegar al final para decirnos algo. Para enseñarnos algo que se supone que debemos aprender. Pero ¿qué es lo que esta historia quiere realmente decir? ¿para qué contar el final de esta historia? Te tengo que contar el final para poderme ir sin este peso. Para poder pasar la última página, cerrar el libro y empezar a hacer otra cosa, cualquier otra cosa menos quedarme colgada en esta historia que se empeña en no terminar.

Tú nos conociste a todos. Cuando tomamos aquellos locales abandonados y los bautizamos “Barrio Chino” estuviste en la ceremonia escandalosa que hicimos para inaugurar nuestra proeza. Queríamos demostrar que era posible tomar un espacio, ponerle un nombre e instalarnos a vivir en él sin que nadie se diera por enterado. Hacíamos una comida al día con las sobras que recogíamos entre los cafetines de la ciudad universitaria o con lo que martillábamos en algunos abastos y panaderías de Los Chaguaramos. Vivíamos de gratis. Comíamos de gratis. Tú lo desaprobabas con esa cara de ¿y ahora qué? que nos ponías cada vez que te encontrabas con alguno de nosotros.

Luna te lo explicaba en su tono filosófico. Estamos construyendo la patria nueva, hermano, el futuro: un lugar donde todo es de todos y nadie puede adueñarse de nada porque nada es ajeno. Somos la patria que vendrá, decía Luna convencido. Y tú sacudías la cabeza y tratabas de explicarle que no hay patria sin trabajo, sin productos, sin comercio, sin dinero. Que una comuna no puede ser un país. La Nena te respondía con un poema de Alexaindre o de la Szymborska: “Cuatro mil millones de seres en esta tierra / y mi imaginación sigue siendo la misma. /No se le dan bien los grandes números. /Le sigue conmoviendo lo individual...” Tú la mirabas con cara de no entender. Pero cuando ella seguía recitando aquellos versos, “...escojo rechazando, porque no hay otra forma...” tú entendías.

Entendías que quisiéramos vivir sin trabajar y sin pagar alquileres. Que las puertas de nuestros cuartuchos estuvieran siempre abiertas para el que quisiera venir a quedarse o pasar de largo sin mayores ceremonias. Entendías que Rebeca y Fausto nos hubieran adoptado, o nosotros a ellos, en las tardes en las que nos reuníamos a comer. Aprobabas incluso nuestras fiestas y nuestros berrinches iconoclastas. Cuando pintábamos los carteles de los candidatos con bigotes y chistes subidos de tono, te reías con ganas y celebrabas las ocurrencias. Pasabas a tomarte tu cervecita cada tanto y, a veces, sin que nadie lo notara, te escabullías en mi colchón a media noche.

Nos entendías como nadie porque conocías la historia de cada uno de nosotros. Sabías por qué Luna y La Nena estaban juntos. Pero también conocías todos los recovecos de la historia de Guillermo y Blanca, porque Guillermo te había contado cómo se habían separado y por qué los hijos de ella habían terminado viviendo con él en uno de los cuartuchos del Barrio Chino. Ninfa, Martín y Glinda, los niños de Blanca, jugaban a contarse historias porque una vez que estuvieron contigo paseando por el jardín botánico les enseñaste ese juego de muchas voces que terminó creciendo hasta formar parte inseparable del modo como después nos contamos este cuento.

Había una vez un pirata que se llamaba Peace, decía Martín. Tenía un barco enorme llamado la Sirena de Oriente, decía Glinda. Y con él recorría los mares en busca de tesoros y barcos enemigos, decía Ninfa. Y así iban contando el cuento de un pirata que buscaba tesoros y aventuras que no se terminaba nunca y que todavía hoy puedo escuchar como ruido de fondo. Nosotros nos comprometimos a ayudar a construir la historia y cada tarde al menos uno de nosotros tenía que sentarse en la rueda de los niños a participar en el juego. A veces se nos permitía elegir el tema. Pero a Guillermo nunca le otorgaban esa gracia, porque era inútil. Guillermo tenía una buena cabeza para los números, pero no para el ir y venir del alma humana ni para la sed insaciable de aventuras contadas.

Y, por supuesto me conocías a mí. Desde mucho antes de que yo conociera a los otros. Desde que vivíamos en otro tiempo y en otro lugar, en aquel pueblito del interior en el que nací y del que salí huyendo cuando pude. Tú dabas clases en un liceo y a veces nos encontrábamos, como se encuentra todo el mundo en los pueblos pequeños. Pero nadie sabía que habíamos venido del mismo remoto lugar de la provincia. Era nuestro secreto, Salgar, y nunca nos traicionamos contándoselo a nadie.

Por eso eres el único que merece escuchar el final de esta historia. Porque cuando conversábamos en la alta madrugada, encima de los pasillos techados y mirando las estrellas, siempre me dijiste que eso iba a terminar mal. Que si no queríamos abandonarlo todo por las buenas íbamos a tener que hacerlo por las malas. Que había elecciones, que el candidato a Decano nos había puesto el ojo encima. Que éramos el blanco perfecto. Todo lo que decías era verdad, pero no queríamos oírte. Teníamos una certeza ciega. Creíamos en la fuerza de los hechos cumplidos.

Pero no contamos con la violencia. Porque ninguno de nosotros la había sufrido en carne propia. La violencia era una abstracción, algo que le sucedía a otros en otras partes. Algo que no era concebible dentro de la casa que vence las sombras. La ciudad universitaria era nuestro refugio y de verdad creíamos que nadie podía tocarnos, porque la violencia directa implicaría el horror y el escándalo.

Pero la violencia, como lo anunciaste, cayó sobre nosotros. Nos golpearon, saquearon el barrio, confiscaron libros y papeles. Y nos empeñamos en no responder. No queríamos hacer nada que implicara más daño, más destrucción. La Nena lloraba por los rincones la pérdida de sus dibujos y sus notas. Luna se quedaba mudo mirando el destrozo sin reaccionar. Entonces Rebeca dejó de venir a comer la sopa del día. Y después desapareció Fausto. Ígor comenzó a faltar más que antes. Pensé que era porque ya se había convencido de que yo no quería pasar con él nada más que unas horas cada tanto. Pero ahora creo que desapareció porque tuvo miedo, que es una manera de decir que le hizo caso a su instinto de supervivencia y usó el sentido común para irse a tiempo. Nos estaban cercando como ratas y nosotros nos empeñamos en seguir dentro de la madriguera, en vez de salir corriendo.

Huir nunca fue nuestro fuerte. Pero resistir fue una temeridad que terminamos pagando caro. Me lo advertiste y quisiste hacer algo. Le ofreciste a Guillermo y a los niños una casa de un familiar remoto que estaba no sé dónde. Me pusiste a la orden tu apartamento de soltero para pasar unas noches, aunque sabías que yo tenía a dónde ir. Sé que hablaste largo con La Nena, porque ella estuvo días discutiendo con Luna para que tomaran una decisión antes de que todo se viniera abajo. No logró convencerlo y se fue una noche con sus libros y sus cuadernos y sus lápices de colores, sin despedirse de nadie.

Luna desapareció unos días más tarde. El líder de la patria futura no pudo soportar el abandono y la soledad. Guillermo había estado tratando de localizar a Blanca para entregarle a los niños. Sin decirlo en voz alta, ya estábamos convencidos de que debíamos irnos. La utopía del territorio liberado se había terminado cuando por tercera vez entraron en nuestros cubículos y destrozaron lo poco que quedaba entero. Guillermo se había despedido de los niños y estaba trabajando para ganarse un dinero que pudiera darles cuando Blanca viniera por fin a buscarlos. Todo había terminado y sin embargo estaba por venir el final de la historia.

Tengo que contarte el final para poder escapar a otro lado. Necesito cerrar este cuento para poder irme de aquí sin dejar nada atrás. Tengo que decirte que Guillermo murió y que fue ahí donde todo se terminó de verdad para siempre. Guillermo murió con dos balas clavadas en su cuerpo perfecto. Una bala le entró en un hombro. Otra le rozó la sien y siguió de largo. La última, la que lo mató, le entró por un ojo y se quedó alojada, por pura terquedad, dentro de su hermosa cabeza cubierta de rizos negros. Así murió Guillermo y eso es lo que tengo que contarte. ¿De dónde salieron las balas? ¿quién lo mató? Esas no son preguntas que yo pueda responder. Son preguntas para un expediente o para una larga novela de intriga policial que soy incapaz de escribir.

Yo sólo cumplí con ir a la morgue a reconocer el cadáver. Me dijeron que debía ir lo más rápido posible porque, después de la autopsia, sólo guardaban los cuerpos por veinticuatro horas y, si nadie los reclamaba, los incineraban y los mandaban a enterrar en una fosa común, dentro de una bolsa de plástico, como si fueran un desperdicio indeseable. Me llamaron porque Guillermo tenía en su cartera una foto mía, con todos mis datos y alguien que atendió el teléfono en mi casa les dijo dónde encontrarme. Sí, tú eras el único que sabía que yo tenía familia aquí y una casa a donde iba cuando no estaba en el Barrio. Pero eso es algo que nadie más sabía y que ya no tiene importancia, porque ahora lo que tengo que contarte es el final de esta historia.

Cuando llegué a la morgue me hicieron esperar más de una hora. Ya no parecía haber razones para apurarse. Me llevaron por pasillos, escaleras, puertas, más pasillos hasta llegar a una sala llena de bultos que al principio no pude distinguir. Había cuerpos por todas partes. Algunos estaban tapados. A veces un pie era todo lo que se veía de un cuerpo inmóvil, pero no había etiquetas colgadas que indicaran la identidad de los cuerpos, como en las películas. Aquí todo parecía dejado al azar o a la memoria de algún distraído funcionario o al más absoluto desorden. Había camillas con dos cuerpos y apenas un minúsculo trapo encima. Había incluso cuerpos apilados en el piso, al fondo de la sala. Creí que iba a desmayarme y tuve apenas tiempo de notar que otros funcionarios se movían de un lado a otro llevando y trayendo camillas con bultos más grandes o más pequeños.

La mujer que me dirigía no se conmovió ante mi asombro. Se detuvo frente a un cuerpo y me miró con la mano puesta sobre la sábana verde manchada de marrón que lo tapaba a la altura de la cabeza. Yo había pensado que sería como en las películas, donde a la gente la llevan a una sala pulcra y vacía en la que yace un cuerpo íngrimo, cubierto por una inmaculada sábana blanca. Nada más lejos. No sólo estaba rodeada por decenas de cuerpos, sino por los inevitables olores y por un absoluto silencio. Nada de música incidental para enfatizar la gravedad del momento. El olor era una mezcla de sangre tapada con alcohol o de mugre espesa lavada con creolina. Era un olor al mismo tiempo difícil de definir e imposible de olvidar. Un olor a muerte disimulada. A pánico.

Me pareció que pasaba un siglo. La mujer esperaba tranquila. La miré. Le dije que sí con un gesto dudoso de la cabeza porque mi garganta se negaba a emitir el más elemental sonido. Ella levantó la sábana verde y en ese instante mis piernas dejaron de funcionar y se volvieron agua. Ahí estaba él. Lo había visto claramente antes de desplomarme en el suelo inmundo y helado. Lo vi por tres segundos y sin embargo sé que es una visión que voy a tener presente, con total nitidez, en el fondo de mi memoria hasta el instante mismo en que deje de existir.

Era él. Su pelo ensortijado todavía estaba ahí. Sus cejas gruesas y bien delineadas. Su lunar al lado de la boca. Y, aún así, no era nada más que un montón inanimado de carne, huesos y piel ensangrentada. Alcancé a ver las dos heridas que tenía en la cara. Parecía que habían intentado limpiarlas y lucían como roturas accidentales y sin consecuencias. El raspón en la sien parecía un golpe recibido al azar en una inocente pelea entre amigos. La herida del ojo se veía como una moneda oscura que se hubiera hundido en su piel por equivocación. No llegué a ver la herida que tenía en el hombro.

Cuando me recuperé ya no estaba en la sala de los cadáveres. La mujer me había llevado casi cargada a un pasillo y me había dado un caramelo de menta. Me dijo que el azúcar ayudaba. Lo primero que hice después de confirmar que se trataba, en efecto, de Guillermo, fue preguntar qué había pasado. Pero nadie parecía saber. En la morgue sólo sabían que el cadáver había sido levantado temprano en la mañana, en la ciudad universitaria, cerca del estacionamiento de autobuses. Nada más.

Todo lo demás lo supe después, cuando regresé y pedí explicaciones. Dijeron que habían oído gritos y disparos en la madrugada. Dijeron que Guillermo estaba ayudando a uno de los choferes a arreglar el arranque de un autobús. Que los dos estaban metidos de cabeza en el viejo motor cuando un grupo de encapuchados había llegado preguntando por un tal Juan Antonio. El chofer les dijo que estaban equivocados, que ninguno de ellos era Juan Antonio. Cuando iba a indicarles los nombres de él y de Guillermo los tipos abrieron fuego. Al chofer sólo le dispararon una vez en una pierna. A Guillermo le apuntaron directo a la cabeza. El chofer se aterrorizó y desapareció sin dejar rastro. Por eso encontraron a Guillermo tirado en la calle al día siguiente. Eso es todo. Nadie sabe nada más. Nadie está interesado en encontrar una respuesta ni en buscar ninguna verdad. Nadie está haciendo más preguntas.

Lo peor no es la muerte. Lo peor es que la vida se pueda perder de pronto de una manera tan absurda. Que todo sea tan descaradamente inútil. Que después de tanto predicar esa especie de resistencia pacífica que nos mantuvo por más de un año en aquellos cuartuchos inmundos, terminemos en desbandada y con una baja de gratis. ¿A quién le duele la muerte de Guillermo? A los niños, claro. Por suerte Blanca vino a buscarlos. No sé de qué paraíso o infierno llegó, pero apareció justo a tiempo. ¿A quién más le duele? Sólo a mí. Sólo a mí. Éste es mi dolor. Un dolor que no sé con qué parte de mi cuerpo sentir, de qué modo mantenerlo a raya para que me sostenga sin destruirme.

Y éste es el final de la historia. Un final en el que muere el bueno y nadie sabe quién lo mata. Un final en el que la chica se queda sola con su dolor y su duelo. Un final que hubieras preferido no saber, ¿verdad?
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1 comentario:

Raquel Rivas Rojas dijo...

Hice trampa este mes, porque no se me ocurrió ningún cuento. Este fragmento forma parte de una especie de largo ejercicio narrativo, que no me atrevo a llamar novela, y que está completo en otro blog: http://hablandoconolga.blogspot.com/

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.