La mujer esperaba sentada en una silla de plástico a mitad de un pasillo, bordeado por otras sillas idénticas donde otras mujeres soñolientas también esperaban desde hacía horas. Su cara estaba detenida en un gesto que no era de cansancio ni de impaciencia. Era un gesto de absoluta determinación. Llevaba unas medias de nylon que habían pasado ya sus mejores días y pulcros zapatos negros de tacón bajo. Sus piernas se mantenían tensas, las rodillas juntas. Sus manos agarraban con firmeza un bolso de piel falsa. Debajo del bolso tenía una carpeta de manila casi limpia. Con esa carpeta, que contenía los documentos de identidad de su hijo, algunas fotos, las notas del colegio y del primer semestre de la universidad, había paseado de oficina en oficina por más de tres semanas.
Al escuchar su nombre se levantó, con una dignidad difícil de sostener en aquel pasillo que olía a café rancio y a colillas mal apagadas. Caminó detrás del funcionario, que no se volteó a mirarla ni una sola vez, y entró por la puerta que el hombre abrió casi con brusquedad. Del otro lado había más sillas de espera, pero estaban vacías, así que la mujer calculó que ya faltaba menos. Volvió a sentarse en la misma posición en la que estaba antes, la espalda recta, la carpeta debajo del bolso, los dos pies firmes sobre el piso, las rodillas juntas. Trató de recordar las frases con las que había comenzado cada vez, en cada despacho, después de cada espera, a contar la historia de la desaparición de su hijo. Pero antes de que pudiera llegar a la segunda frase se abrió una puerta y una mujer robusta, bajita, de unos cuarenta años, salió a su encuentro.
—Señora Peralta, mi nombre es Natalia Contreras —dijo la mujer extendiendo una mano firme, sin anillos ni pulseras.
La señora Peralta la saludó y entró a la oficina que parecía estar en un lugar distinto al que acababa de dejar atrás. Las paredes parecían recién pintadas, había una gran cantidad de afiches con las palabras derechos humanos, libertad, justicia, democracia. Una inmensa palmera ocupaba el rincón detrás del escritorio y por el ventanal enorme que recorría la oficina a lo largo, del techo al piso, se veía todo el este de la ciudad, la autopista llena de carros parados en el tráfico del mediodía, el Ávila inmenso como una ola verde que estuviera creciendo y el Guaire brillando al sol y perdiéndose en la bruma del fondo, como un hilo confuso de plata vieja. La señora Peralta no pudo evitar detenerse ante aquella vista que le mostraba su ciudad desde una altura nunca vista. Todo parecía limpio y claro. Casi alegre.
—Vengo por mi hijo —logró decir la señora Peralta cuando se repuso de la impresión y el vértigo.
Natalia Contreras le mostró una silla y abrió un cuaderno de notas. Leyó en voz alta los datos del joven Peralta. Edad, ocupación, domicilio, fecha de desaparición. Sin esperar que la madre del joven dijera su discurso habitual, la abogada le explicó el procedimiento que se seguía en esos casos. El joven Peralta había sido incorporado a una lista que periódicamente se presentaba ante la Fiscalía, para solicitar averiguaciones. Una vez que la Fiscalía daba respuesta, se proseguía con los pasos correspondientes, que tenían que ver con distintas instancias y ameritaban tiempos de espera variables. La madre del joven desaparecido dejó de escuchar en un punto de la larga cadena de procedimientos.
—Yo lo único que quiero es saber qué le pasó a mi muchacho —dijo al fin, cuando escuchó que la abogada hizo una pausa en su larga enumeración.
Natalia la miró un momento en silencio. Sabía que estaba frente a un sufrimiento genuino, como todos los demás, los de todas las madres, hermanas, tías, abuelas que pasaban día tras día por su despacho. También sabía que más allá de los protocolos establecidos tenía las manos atadas. Pero había aprendido a escuchar, porque era en realidad lo único inmediato que podía hacer por aquellas mujeres a las que nadie les hacía caso nunca.
—Por supuesto —dijo la abogada—. Dígame cuándo fue la última vez que lo vio.
Al escuchar esto la señora Peralta hizo un gesto de alivio. Tal vez todas las horas de espera no iban a ser totalmente inútiles. Entonces contó los detalles de la última vez que vio a su hijo. Se había despedido hasta el día siguiente, porque le harían una fiesta a un amigo que duraría toda la noche. No respondió a ninguna de las preguntas que su madre le hizo. Sólo le dio un beso sonoro y apretado y salió corriendo. Se llamaba Antonio, su hijo, pero todos le decían Toñito. Había estado saliendo mucho con un grupo de jóvenes que se reunían en la casa del partido.
—¿Qué partido? —preguntó la abogada en un tono casi de alerta.
La señora Peralta se sorprendió con la interrupción y con la pregunta. Explicó que el único partido que tenía una sede en el barrio era el partido oficial, el del presidente. Sintió de pronto que se trataba de algo demasiado obvio y estuvo a punto de preguntarle a la abogada dónde había estado viviendo en los últimos doce años. Pero era una mujer educada y no era el tipo de gente que podía salir con una malcriadez como esa. Así que se armó de paciencia y contó que en el barrio hacía años que no entraba ninguna autoridad, ni la policía siquiera, pero que la gente del partido se había organizado para patrullar las calles y mantener el orden. Con ese grupo se estaba reuniendo su hijo.
—¿Qué hacían para mantener el orden? —preguntó la abogada.
—Pues, patrullaban, andaban por el barrio de un lado a otro conversando con la gente, preguntando qué hacía cada quien, reclutando a los más jóvenes —dijo la señora Peralta.
Se quedó callada por un rato y por primera vez pareció dudar, como si hubiera descubierto algo, justo en ese momento. Se acomodó en la silla y dijo en voz un poco más baja:
—Dicen que fueron ellos los que se encargaron de desaparecer a los malandros que había en el barrio.
Entonces contó que desde hacía años ya no se veían en el barrio los malandrines vendedores de droga, ni los que asaltaban a mano armada las bodegas, ni los violadores que todo el mundo conocía. Dijo que los únicos muertos que aparecían los domingos eran los borrachitos que se peleaban a cuchillo en las esquinas oscuras. Explicó que se habían terminado las balaceras y los enfrentamientos y que ahora sólo había peleas, muy de vez en cuando, entre los mismos jóvenes del partido que a veces se enfrentaban a los gritos y lanzaban tiros al aire.
—Entonces están armados —dijo la abogada.
La señora Peralta no pudo evitar, esta vez, poner una cara de verdadera sorpresa. Trató de ser amable, pero igual dijo lo que tenía que decir.
—¿Y cómo cree usted que se puede imponer el orden en este país sino a balazos?
La abogada bajó la vista y movió los papeles que tenía enfrente, para hacer tiempo, para llenar el silencio incómodo que siguió. Entonces la señora Peralta abrió su carpeta y comenzó a sacar papeles, documentos y fotos. Le fue explicando qué era cada cosa y se detuvo en un papel que para ella era crucial.
—Mi muchacho era un buen estudiante, mire qué buenas notas sacó el semestre pasado. No todo el mundo puede sacar buenas notas en la universidad.
Su voz parecía una súplica. Repetía las palabras con una cadencia de oración y Natalia asintió con la cabeza, tratando de no interrumpirla. Sabía que esa historia, que tal vez había contado ya muchas veces, era su consuelo. Que estar ahí diciendo esa letanía rítmica y pasando la mano temblorosa sobre esos papeles era para esa mujer el único modo de ser madre que le quedaba en pie.
Cuando terminó de describir los documentos comenzó a desplegar las fotos. Las puso sobre la mesa en un orden que tal vez era la forma que tenía el recuerdo de lo que más quería en el mundo. Y en ese orden se las fue pasando a la abogada, que tomaba cada foto con dos dedos, delicadamente, la miraba, escuchaba con atención la historia que la explicaba o ubicaba en el tiempo y la devolvía a su lugar en la mesa.
—Aquí tenía tres años —decía la mujer, con los ojos secos.
Natalia vio a un niño de ojos inmensos que miraba a la cámara asustado y curioso. Pantalones oscuros, camisa clara, un juguete en la mano que podía ser un carrito o un tren. El niño parecía haber sido atrapado en medio de un gesto de fuga. Uno de sus pies se adelantaba ya, a punto de seguir hacia el lado izquierdo de la foto, por el piso embaldosado de un patio bañado de resolana.
—Esta foto la tomó su tío, mi hermano Augusto, cuando Toñito tenía doce años. Estaba haciendo la primera comunión.
Con dificultad se podían distinguir algunos de los rasgos del niño de la foto anterior. Había crecido mucho. Sus ojos se habían achicado y su cara se había alargado. Parecía más seguro ante la cámara, quieto o resignado. El traje blanco le quedaba algo grande y las puntas de los zapatos nuevos relucían al borde del ruedo del pantalón bien planchado. A su lado estaba una versión más joven y más alegre de la señora Peralta. Digna y orgullosa. Su brazo descansaba leve sobre el hombro del niño que lo sostenía como quien cumple con un rito solemne.
—Aquí está con sus amigos el día que se graduó de bachiller.
Las togas y los birretes uniformaban los cuerpos. Natalia tardó un rato en reconocer la cara larga y el cuerpo espigado de Toñito. Sonreía como todos los de la foto. Tenía una sonrisa amplia y contagiosa. Se reía con toda la cara y su puerpo estaba levemente inclinado hacia la derecha, por la presión que hacían sobre él los amigos que lo abrazaban. Era un grupo disparejo y al mismo tiempo uniforme. Había muchachos y muchachas, altos y bajos, gordos y flacos, más claros o más oscuros. Pero todos tenían la expresión satisfecha de haber cumplido con un sueño, de haber llegado a una meta. Ya no eran niños. La vida entera los esperaba.
—Ésta se la tomaron unos amigos cuando cumplió veinte años. La conseguí en su cuarto, en la mesita de noche, la semana que desapareció.
Toñito se veía casi serio, sentado en una silla, detrás de una mesa llena de botellas y platos, cigarrillos y vasos a medio llenar. A su lado había una muchacha que sonreía a medias. Sus cabezas estaban casi juntas. El codo izquierdo de ella estaba a la vista pero su otro brazo se perdía bajo la mesa. Él tenía todo el brazo derecho estirado al borde del desorden de vasos y platos. Un cigarrillo colgaba de sus dedos. Su otro brazo parecía descansar también bajo la mesa. Natalia imaginó sus manos entrelazadas, la emoción del descubrimiento de otro ser que te completa y te arrastra.
—¿Es su novia? —preguntó la abogada.
La señora Peralta recuperó la foto y se quedó mirándola con una expresión de sorprendida tristeza. Sus ojos recorrían el contorno de los personajes como tratando de buscar una memoria perdida mucho tiempo atrás. Puso la foto sobre la mesa, en el lugar correspondiente en la fila que formaba una especie de hilo vital. Pasó un dedo lento por la cara de su hijo.
—No sé —dijo, finalmente, en un hilo de voz.
Entonces sacó de la carpeta la última foto, en la que Toñito aparecía en una de las escaleras del barrio, de segundo en una fila de jóvenes vestidos con camisas rojas. Su cara se veía seria, grave, casi amenazante. Una sombra le cubría los ojos. Los brazos fuertes y las piernas firmes le daban un aire de seguridad que no estaba en ninguna de las imágenes anteriores. Su mano derecha descansaba sobre un objeto contundente que el joven llevaba en la cintura. Natalia miró con más detenimiento la foto. Observó a los demás jóvenes. Todos iban armados y mostraban las armas de una manera sutil o descarada. En medio de aquel despliegue, la pose de Toñito resultaba más bien discreta.
—Son los patrulleros, los amigos de Toñito —dijo la señora Peralta.
Natalia se hizo una idea del tipo de actividades del grupo. Anotó un par de palabras en una libreta y ordenó los papeles que tenía enfrente. La madre del desaparecido notó el cambio y trató de explicarse mejor, de no levantar sospechas inútiles.
—No fueron ellos doctora —dijo la señora Peralta.
—Todavía no sabemos qué le pasó a su hijo, señora Peralta. Por lo pronto, está desaparecido. Déjeme hacer los trámites regulares y las preguntas habituales en estos casos. En lo que tenga noticias me comunicaré con usted.
La voz de la abogada había adquirido el tono frío de los trámites burocráticos. Su cara se había endurecido de pronto. La señorta Peralta recogió lentamente sus papeles y sus fotos. Cuando todo estuvo dentro de la carpeta, sobre sus piernas, agarró el bolso que había dejado en la silla de al lado y trató de pararse. Pero se detuvo en medio del impulso, como si necesitara decir una última frase. Algo que conmoviera a aquella mujer que parecía haberlo visto ya todo.
—Lo más difícil de perder un hijo es que uno nunca se lo espera —dijo finalmente.
—Y uno nunca se resigna —completó Natalia, como si recitara una frase que ella misma había tenido que repetir muchas veces.
La abogada se levantó para acompañar a la madre del desaparecido hasta la salida. Al cerrar la puerta vio con claridad la imagen que aparecería al final de la cadena de fotos que resumía la vida de Antonio Peralta. No habría gestos ni poses. La urna estaría seguramente cerrada, tal vez con un crucifijo encima. Cuatro velas altas. Flores. Si alguien se atrevía a tomar esa última foto, la señora Peralta aparecería demacrada y ojerosa, con el pelo ya totalmente blanco, como si le hubieran caído encima veinte años. Y su cara de sorprendida tristeza quedaría fijada en esa imagen para siempre.
.
.
.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Archivo del blog
-
►
2017
(13)
- ► septiembre (1)
-
►
2014
(7)
- ► septiembre (1)
-
►
2012
(12)
- ► septiembre (1)
-
►
2010
(12)
- ► septiembre (1)
-
►
2009
(12)
- ► septiembre (1)
Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario