La primera vez que la vi compraba panes en el abastico del pueblo. Me llamó la atención el modo como estaba parada frente al estante, refunfuñando y hablando sola. Parecía lamentarse por no encontrar algún producto agotado o por algo que a fin de cuentas nunca había estado ahí. Se quejaba de la inexistencia o de la injusticia en voz alta, como si estuviera acostumbrada a tener público delante. Lo segundo que me llamó la atención era que cargaba una bolsa de yute que decía Australia y tenía uno de esos dibujos construidos con puntos de distintos tamaños, negros, rojos, blancos y amarillos.
En la caja, sacó de la bolsa una carterita pequeña, también con motivos étnicos, pero esta vez el colorido de las telas era más bien guatemalteco o colombiano. Pagó resuelta con un billete arrugado que no se tomó la molestia de alisar. Eso también me llamó la atención. Las mujeres tienden a pensar que no es propio de su género entregar billetes arrugados en los mostradores. Eso es cosa de hombres desprolijos o de adolescentes despreocupados. Cuando se alejaba, saludó en un tono al mismo tiempo familiar y autoritario, una combinación que me pareció —eso sí— típica de las mujeres nacidas y criadas en este pueblo rodeado de ovejas. Pero su acento me sonó distinto, aunque no pude precisar por qué.
Cuando la vi sentada en el banco frente a la casa del guardaparque no me di cuenta de inmediato que era ella. Al mirarla de frente distinguí el bolso australiano y ya no tuve dudas. Desde lejos me pareció que estaba llorando y ahora que la tenía enfrente no sabía qué pensar. Sostenía en las manos un libro de tapas duras, de esos que uno nunca lleva en el bolso porque pesan demasiado y porque son incómodos para leer en los autobuses o en los trenes. Levantó la cabeza para mirar quién se acercaba y cuando pasé delante de ella intentó sonreir sin lograrlo.
Yo había ido a caminar más temprano que de costumbre, porque la página del tiempo anunciaba torrenciales lluvias para la tarde. Bajo un sol engañoso caminé a lo largo del río sin esperar sorpresas ni encuentros. Los caminantes habituales comienzan a llegar pasadas las cuatro y era mediodía casi en punto. En efecto no vi a nadie en el camino, salvo un perro suelto que lucía más bien perdido. Tal vez por eso me sorprendió más que de costumbre aquella mujer que parecía llorar mientras leía, sentada en el banco de madera húmeda, frente a la casa del guardaparque.
Subí con energía la cuesta que llega hasta la puerta de salida, tratando de sacudirme la tristeza que me había contagiado la mujer sentada en el banco. Llegué arriba sudando, a pesar del frío que anunciaba ya el inicio del otoño. Me desabroché la chaqueta y esperé en lo alto de la cuesta a que mi respiración se apaciguara. Miré los gatos amarillos de la casa que está en el límite del parque. Una casa mínima, que parece de juguete, donde vive una pareja de viejitos con al menos media docena de gatos. Uno de los gatos, que siempre me saluda, se acercó a mí con la cola recta. Justo antes de olerme los dedos algo lo asustó y salió disparado a esconderse en el jardín, detrás de la casa.
No pude entender qué había asustado al gato y me horrorizó la idea de que podía haber huido de mí. Que no había otra amenaza para él que mi simple presencia. Bajé la cuesta pensando lo difícil que era aceptar que para algunas criaturas podemos ser monstruos, amenazas feroces, turbios peligros. Escuché los pájaros revolotear en los árboles altos encima de mi cabeza. Para ellos también yo era un riesgo. Al llegar al lugar donde el camino de aplana de nuevo, casi me sorprendió volver a ver a la mujer sentada en el mismo banco, esta vez sí claramente llorando a mares.
Los últimos diez pasos antes de llegar al banco en el que la mujer lloraba traté de armar una frase. Una simple y directa frase que pudiera decirle sin sonar demasiado familiar ni tampoco muy distante. Pero todo lo que se me ocurría me venía en español y no me dio tiempo de traducir correctamente algo que sonara en el tono debido. Me resultaba imposible seguir de largo. Así que me senté al lado de la mujer y esperé. Sólo cinco segundos. Los que le tomó calmarse, enderezarse y mirarme con aire de lamentarlo mucho.
Quise preguntarle si había algo que yo pudiera hacer por ella. Pero mi frase salió disparada en inglés como esas fórmulas manoseadas que usan en las tiendas por departamentos las atentas señoritas a las que les pagan por encaminar a los clientes esquivos. La sorpresa no duró mucho en su rostro arrugado, porque ya tenía preparada una respuesta que me dio de inmediato. No. Todo estaba bien. Su acento me volvió a sonar raro.
Me quedaban dos opciones. Levantarme y dejarla sola con su tristeza, cualquiera que fuera. O quedarme allí y esperar a que tuviera ánimo de hablar y contarme algo que la hiciera sentir mejor. En lugar de eso, sin saber cómo ni por qué, comencé a contarle que yo también me sentaba a llorar de vez en cuando. Cuando cumplían un año más de ausencia los seres queridos que ya no estaban. Cuando veía un pájaro estrellarse contra un cristal. Cuando nevaba y me daba por recordar la lejana tierra en la que nací, donde la nieve no existe.
Hice una lenta enumeración, atravesada de pausas en las que buscaba los términos correctos para nombrar una nostalgia esquiva. A mitad de mi larga queja me pareció que estaba como leyendo una antigua plegaria. Hablé de los miedos que me hacían despertar en las noches frías, de los fantasmas que creía ver en los rincones de la vieja casa donde había venido a vivir, de las conversaciones a larga distancia con mi madre ya anciana, de la incapacidad de conectarme con el mundo que me rodeaba, del sabor de los mangos y las guayabas, del olor de las maletas que parecían conservar un aire del lugar dejado atrás, de viejas fotografías que me recordaban que había tenido una vida distinta.
Mencioné muchas otras cosas que ya no recuerdo. Mientras hablaba, la mujer miraba al frente, concentrada al parecer en escucharme o en medir la distancia entre mi dolor y el suyo. Un par de veces la miré de reojo sin dejar de hablar. Pero me fui quedando sin quejas, sin motivos para el llanto, sin adjetivos para calificar el tipo exacto de tristeza que me caía encima cada vez. Y cuando sentí que empezaba a repetirme me callé como quien se detiene en tres puntos suspensivos… Me di cuenta, por el resonar de mis palabras en el silencio que siguió después, que había estado hablando en español.
La mujer se quedó quieta un largo rato. Parecía procesar lo que había estado oyendo. El pesado libro seguía sobre sus piernas cerrado, pero con el índice de la mano derecha mantenía marcada una página. Me miró mirar el libro y entendió que yo había entendido. Abrió el libro y leyó. Su voz salió ronca al principio y después adquirió una cadencia suave y rítmica. Su lectura sonaba como una larga y lenta enumeración. Parecía que estaba leyendo una antigua plegaria, una queja vieja donde se inventariaban los agudos dolores de la distancia. No pude entender ni una sola palabra de lo que leía, pero cuando terminó de leer las dos estábamos llorando.
.
.
.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Archivo del blog
-
►
2017
(13)
- ► septiembre (1)
-
►
2014
(7)
- ► septiembre (1)
-
►
2012
(12)
- ► septiembre (1)
-
►
2011
(12)
- ► septiembre (1)
-
►
2010
(12)
- ► septiembre (1)
-
▼
2009
(12)
- ▼ septiembre (1)
Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
2 comentarios:
Es muy bonito tu cuento....voy a seguir leyendo todo lo que escribas porque soy narradora de cuentos...( no me da el target para escritora) me encantó. y también me encanta el lugar donde vives...qué dichosa...!!!!
Un abrazo, Inés de Argentina
Inés,
Bienvenida a Cuentos de la Caldera Este. Es un gusto enorme saber que te gustan las historias que cuento. Siempre es un honor tener nuevos lectores...
Publicar un comentario