Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

lunes, 7 de julio de 2025

Tara y Saba

  

Con eso debe bastar, dijo el hombre. ¿Crees que funcione? preguntó ella en voz baja. Nunca nadie sabe nada, respondió él como recitando un viejo proverbio. Los ojos de la androide se encendieron y una luz amarilla se dejó ver en sus pupilas. Estoy lista, dijo y se echó a andar. Sus movimientos eran precisos pero fluidos, no tenían ese aire angular de los robots antiguos. Era de un color dorado mate, casi cobrizo, y su estatura era la misma que la de la mujer. Podía mirarla directamente a los ojos sin subir ni bajar la cabeza. La mujer había insistido en esta simetría: no quería pasar el resto de su vida con un ser inferior o superior, ni siquiera por la altura. Pero no era más que una ilusión, una igualdad prefabricada, y los tres lo sabían. En la androide viajaba la memoria de la mujer, la memoria que estaba perdiendo. Y esa era una ventaja, una forma de la superioridad. Sin contar con que la androide no necesitaba comer, ni tomar agua, no se cansaba nunca y, si el arreglo que le acababan de hacer funcionaba, no necesitaría cargarse por los próximos diez años.  

¿Cómo es que se llama? preguntó el hombre con la indiferencia del que en realidad no necesita saber. Tara, respondió la mujer sin dudar. ¿No era un número? ¿19621201…? Estoy hasta aquí de los números, interrumpió ella. Entonces vas a tener que cambiarte tu nombre también, dijo él, asomando una sonrisa burlona. En eso estoy, dijo ella y le extendió el aparato con el que iba a pagar sus servicios. ¿Qué tal Saba?, dijo él casi en serio. No está mal, sonrió ella. Tara y Saba, las dos peregrinas legendarias. La voz del hombre adquirió un tono solemne al pronunciar la frase, mientras extendía los brazos en el aire como si dibujara las letras de esa historia en un enorme cartel. Demasiadas aes, dijo ella. 

Un rato más tarde, mientras caminaba callejón abajo seguida por Tara, la mujer iba saboreando el sonido de ese nombre, Saba, Saba... Le traía a la memoria algo que había sabido alguna vez, una ristra de recuerdos que no lograba alcanzar. Podía preguntarle a Tara y salir de dudas, pero no lo hizo. Quería conservar por un rato más la incertidumbre. Tal vez encontraría la historia en el portátil que iba a recoger media hora más tarde. Un aparato que llevaría como respaldo adicional, pero que era sobre todo un presente, un regalo, algo que resultara significativo para esa comunidad a la que pretendía regresar.  

El barrio bajo apenas comenzaba a despertarse a esa hora. Sus pasos iban acompañados por el ruido de los portales, como si la calle abriera cada una de sus bocas para bostezar. Después se iban abriendo las ventanas, se escuchaban los gritos y las órdenes que se daban unos a otros al inicio del día. ¡Apúrate que llegamos tarde! El olor al guarapo que tomaban todos al amanecer comenzaba a impregnar los callejones empinados. En alguna casa olía a pan recién sacado del horno, en otra se sentía el inconfundible aroma de los huevos fritos. Señales de prosperidad, pensó Saba. Hace apenas diez años nadie comía completo en esos callejones. Ni hablar de huevos fritos o pan fresco. Si tenían un guarapo tibio que llevarse a la boca se sentían satisfechos. 

En una esquina angulosa, que da a una pequeña plaza circular con un pozo al centro en la que confluyen los siete callejones mayores, hacen un alto para dejar pasar a la patrulla mañanera. Lagañosos y adormilados todavía, pero con sus uniformes azules impecables, los guardias pasan llevando un ritmo marcial que reverbera en los adoquines. Sus armas brillan en la tenue luz que se filtra entre las nubes. Tara se oculta discretamente detrás de la mujer. Las dos conocen la historia demasiado bien. Saben que cada tanto a los de arriba les da por culpar a las androides de todas las desgracias de la humanidad y deciden desactivarlas, descontinuarlas, convertirlas en chatarra. Este no es uno de esos tiempos. Los del barrio bajo pueden desayunar y hasta comer algo más antes de que el sol se ponga, lo que significa que en los barrios altos hay banquetes tres o cuatro veces al día. En tiempos así las androides prosperan. Pero todo vuelve y por eso han decidido irse ahora que han suavizado los controles y aflojado las restricciones.

La paz y la prosperidad no durarán, repite la mujer una y otra vez. Hay que irse ahora. Ese parece ser el pensamiento que vuelve a asaltarla mientras ve cómo el último guardia se pierde al fondo del quinto callejón. Por eso reemprenden el camino con un nuevo impulso. No tardan en llegar a las empinadas escaleras que comunican el barrio bajo con la calle del comercio, una larga avenida que han vuelto peatonal recientemente y donde se concentran todas las tiendas de la ciudad. Las tiendas legales. Porque las ilegales, los miles de negocitos fugaces y portátiles que pululan en el mercado informal, están en todas partes y en ninguna. Pero ahí arriba, al final de la empinada escalera que las dos van subiendo a buen ritmo, comienza la zona en la que confluyen todos los mundos de esta ciudad segmentada.

Ya falta menos, dice la mujer, como si hablara sola. Y en cierto modo habla siempre sola. Desde que comenzó a perder la memoria y se dio cuenta de que tenía que acelerar sus planes de huida comenzó a pensar en voz alta. Su voz la reconforta y la acompaña. Aunque nunca antes había necesitado compañía. Se acostumbró a vivir en soledad desde que fue arrancada de su tribu original. No le gusta la palabra tribu, porque es la que han usado siempre sus captores para referirse a quienes vienen de un lugar distinto a la ciudad. Una manera de menospreciar, de disminuir con la palabra a quienes no aceptan asentarse y someterse. No le gusta esa palabra, pero no sabe cuál es la correcta para nombrar sus orígenes. Tenía quince años cuando la capturaron. Pretendieron reeducarla, someterla, hacerle perder la memoria de lo que una vez fue. Le injertaron pequeños implantes que llamaron “ajustes”, para que cumpliera mejor con sus labores de vigilancia y cuidado. Para que aceptara órdenes sin resistirse y se conformara con el lugar que le habían asignado en esa sociedad donde todo respondía a una estricta jerarquía. Ahora está a punto de cumplir sesenta. Una vida entera ha pasado y sin embargo jamás ha perdido el impulso de regresar o de escapar. Por eso están ahí subiendo esas interminables escaleras para recolectar el último objeto que necesitan antes de la partida.

 

La calle del comercio las recibe en pleno movimiento. En otros tiempos en cada cuadra se agrupaban las tiendas del mismo ramo; estaba la cuadra de los joyeros, la de los zapateros, la de los vendedores de ropa y así. Al final, como para ofrecer una meta digna a los compradores que se apretujaban en la calle, estaba la cuadra de los tarantines de comida, que no alcanzaban en realidad a ser restaurantes. Ahí era posible comer desde mamíferos hasta insectos, además de pescados y algas, y todos los productos vegetales imaginables que llegaban a la ciudad desde los campos vecinos. Pero la guerra dejó huella incluso en esta calle que parecía inalterable. Ahora todo está mezclado y cada cuadra muestra un batiburrillo de tiendas y tienduchas de todo tipo, sin ningún orden o especialidad. En algún tenderete, los zapatos conviven con las especias en la misma estantería en que la bisutería se asoma detrás de una pila de dispositivos usados. En otro cuartucho se acumulan piezas sueltas de aparatos indistinguibles junto a racimos de cambures y palanganas de melaza que atraen un enjambre de mínimas abejas, las únicas que sobrevivieron. Más allá, hay pájaros enjaulados cantando distintas melodías, rodeados de ropa interior, lámparas encendidas o apagadas, telas en enormes rollos multicolores. Las jaulas no son reales y los pájaros tampoco. Son sólo hologramas ya más bien antiguos. 

La mujer avanza con una cautela tal vez innecesaria, porque ya no hay nada amenazante a la vuelta de la esquina. Pero una vez que has vivido una guerra, ya no puedes salir de la trinchera. El barullo que la rodea la obliga a enfocarse para no perder el rumbo. Al menos para eso sigue resultando útil uno de sus implantes. Ha caminado tantas veces por esta calle que debería conocer cada trecho y saber en todo momento cuánto falta para llegar a su destino. Pero los recuerdos se le confunden o se superponen unos a otros, porque ha visto esta calle surgir y llegar a su esplendor, y también la ha visto devastada y en ruinas. Ahora, otra vez, la ve en proceso de recuperación y casi puede imaginar la repetición del mismo ciclo. Una vendedora se le acerca cantando un estribillo para vender su mercancía. La mujer no entiende de qué se trata y la vendedora se da cuenta y cambia de acento o de dialecto hasta que observa en la mujer un gesto de reconocimiento. La mujer logra entender que la vendedora le está ofreciendo llevarse dos por el precio de uno, pero sigue sin entender qué es lo que trata de venderle. No, gracias, dice finalmente. Lo último que necesita justamente hoy es cargar con un cachivache más, sea lo que sea. 

Unos pasos más adelante reconoce el portal de la sonoteca y le hace una seña a Tara de que ya están llegando. Entran y de inmediato el barullo de la calle queda atrás y las envuelve una semi penumbra fresca que produce un alivio inmediato. Sus pasos resuenan en los tablones del vestíbulo mientras se dirigen a una especie de mostrador donde las recibe una mujer uniformada con uno de esos nuevos atuendos que han obligado a usar a todos los funcionarios. ¿La doctora Muñoz? Piso uno, responde la uniformada casi sin mirarlas. Suben las escaleras mientras captan los detalles del edificio. La androide se deja sentir por primera vez desde que salieron del taller donde fue ensamblada y optimizada. Sus piernas hacen un ruido apagado mientras se ajustan a las dimensiones de los escalones, pero en el silencio del edificio el hueco de la escalera ofrece una cámara de resonancia que amplifica los mínimos ruidos que hace Tara al registrar cada detalle del ambiente que la rodea. Es como un animal entrando en un nuevo espacio, piensa la mujer. 

Después de caminar por un pasillo de puertas cerradas, llegan a la única puerta que está abierta, marcada con el nombre de la Dra. Muñoz. Buenos días, dice ella. La Dra. Muñoz desvía la mirada de las pantallas que tiene enfrente y hace un gesto de intriga con la cabeza. Soy Saba, dice la mujer, y el nombre empieza a encontrar acomodo entre sus dientes y su lengua. Vengo a buscar el chip que encargué hace unos días. Su frase suena más bien como una pregunta. La doctora vuelve a la pantalla y hace un par de gestos hasta encontrar lo que busca. No hay ninguna Saba aquí. Claro, responde ella, debe estar registrado con mi número de serie. Entonces, tal vez por última vez, pronuncia su número completo, con una dolorosa lentitud que hace crujir su memoria como si fuera un androide a punto de perder el último resto de batería que le queda. 

Saba no había estado nunca en persona en el edificio de la sonoteca, porque todas sus consultas y descargas las había hecho en línea, pero sentía que había recorrido ese edificio más de una vez. Los jardines centrales, que podían verse desde cualquiera de los pisos, le resultaban familiares; así como los pasillos iluminados con una luz que parecía natural y los mínimos letreros en cada puerta, esas puertas enormes que tal vez habían sido diseñadas para proteger los archivos, pero también para impedir el paso a los no autorizados. Lo que había solicitado esta vez, y había preferido ir a buscar personalmente, era el archivo completo que recogía las voces de generaciones de mujeres errantes que habían sido grabadas por una sucesión de etnógrafos, antropólogos y archiveros. 

Por una serie de coincidencias que no resultaba fácil explicar, algunos especialistas se habían dado cuenta de la necesidad de no dejar perder las historias que eran transmitidas oralmente y no tenían otro sustento que la precariedad del sonido y la memoria. Por eso, una parte importante de la sonoteca estaba dedicada a esas voces, y uno de los archivos más grandes era el de las mujeres errantes. Pero era un archivo sin clasificar, sin orden alguno, que tal vez muy pocos habían escuchado completamente y que podía incluso ser imposible de abarcar por un ser humano en una sola vida. Tal vez sólo una inteligencia artificial podía manejar semejante cantidad de información. Mientras caminaban detrás de la Dra. Muñoz y escuchaba a medias lo que decía, Saba iba tratando de repasar el discurso que tenía preparado para justificar la petición del archivo, aun cuando sabía bien que no era necesario. Se trataba de documentos de dominio público, que cualquier ciudadano podía solicitar sin dar explicaciones. 

Qué suerte que trajiste a la androide contigo, iba diciendo la Dra. Muñoz cuando Saba volvió a prestarle atención. Entonces se dio cuenta de que no se la había presentado a la funcionaria. Se llama Tara, dijo rápidamente, tratando de borrar su sentimiento de culpa. Tomó nota mental de acostumbrarse a tratarla como una compañera de ruta. También se dio cuenta, casi al mismo tiempo, de que no le había oído pronunciar una palabra más desde que dijo en la tienda que estaba lista. Sí, va a ser muy útil, se escuchó decir. Para ayudarme en la investigación, agregó después, como para explicar ese futuro más bien incierto que les esperaba.

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martes, 1 de julio de 2025

Los habitantes de las cuevas

 

Dicen que hubo un tiempo en el que el arte de desaparecer en las paredes de las cuevas fue lo que salvó a sus habitantes de una masacre segura. Todos hablaban de ese tiempo de sangre y maravillas como si hubiera sucedido siglos atrás, como si se tratara de una edad mítica. Pero la verdad es que los más viejos vivieron esos días y se acuerdan muy bien. Y cuentan por las noches sus historias, cuando nos sentamos a cenar mirando las estrellas. No las reales, sino las que pintaron los antiguos en el techo de la cueva más grande y más alta, que son exactas a las estrellas de verdad, pero más hermosas, porque entre ellas hay líneas de plata que forman constelaciones. En ese techo aprenden los niños las lecciones que los ayudan a ubicarse en el bosque cuando, una vez al mes, salen con los mejores cazadores a entrenarse en el arte de sacrificar a unos para alimentar a otros. 

El arte de desaparecer sigue siendo vital para los habitantes de las cuevas. Lo aprenden desde que pueden caminar. Y la lección comienza observando el color de las cuevas, el modo rugoso en que avanzan y retroceden, sus grietas y protuberancias. Las vetas más claras, los oscuros trazos que parecen imitar raíces, el musgo que se asoma en los rescoldos más húmedos, las estalactitas con su gota de agua, todo lo estudian desde niños y le dan nombre y le cantan canciones. Aprenden los colores señalando esos accidentes de la tierra y la piedra. Tienen veinte nombres para el color marrón, no sé cuántos para los tonos ocres, no he logrado contar la gama de verdes y amarillos que son capaces de ver y distinguir. 

Cuando llegué, mejor dicho, cuando me desperté entre los habitantes de las cuevas, me pusieron a aprender con los niños el arte de observar las superficies. Entonces no entendía por qué era importante saber de qué color era una grieta ni cómo distinguir un ocre de un marrón claro. Lo vine a entender meses después, cuando me dejaron pasar de un grupo a otro porque parecía que lograba aprender más rápido que los niños más pequeños, y me dejaron asistir como oyente a la primera clase en la que los adolescentes comenzaban a entrenarse para desaparecer. La primera lección había que recibirla en la piel. 

La mujer que enseñaba ese día, nunca era la misma, comenzó por un brazo. Mezcló tierra y agua, junto con pigmentos minerales y vegetales, mientras iba recitando la plegaria que habían cantado todos sus ancestros para pedir permiso de desaparecer. Era un permiso que había que pedirle a la tierra misma que acunaba en su seno las cuevas. En ese momento yo no era capaz de traducir todavía aquel canto, aquella cantinela de palabras que danzaban a veces en murmullos y otras veces en sonoros aullidos que reverberaban en la oquedad como un temblor a punto de estallar. El brazo de la maestra se fue llenando de marrones y ocres, sus dedos y sus uñas se convirtieron en parte de un mismo todo indistinguible, hasta que la mujer dejó de cantar y de balancearse, hizo una pausa y estiró el brazo para ponerlo sobre la piedra. Un murmullo de asombro recorrió el grupo. Su brazo había desaparecido. 

El arte de convertirse en tierra o en piedra era apenas un punto intermedio. Después había que aprender el arte de la inmovilidad. Sólo al perfeccionar esa capacidad era posible, realmente, ser invisible en las cuevas. Yo nunca llegué a aprender como quedarme quieta. Y ahora que las cuevas no existen, tal vez el arte de desaparecer ya no tenga sentido. Pero sigue viviendo en la memoria de todos los que sobrevivieron como parte de lo que los hacía distintos, únicos, capaces de perdurar como las piedras mismas. Era un verdadero prodigio ver a los magos salir literalmente de las paredes cuando más los necesitábamos. Pero ahora estamos ya al descampado y no sabemos qué hacer con los nombres que teníamos para todos los colores de las cuevas. 

Los bombardeos duraron diez días con sus noches. Cuando terminaron no quedaba una sola cueva en pie. Perdimos gente de todas las edades y condiciones. Sabios y aprendices; magos y cocineras; constructoras y reparadores; pintoras y sastres; hilanderas y jardineros. Los que pudimos escapar nos reorganizamos como pudimos y tratamos de aprender, tan rápido como era posible en medio de la fuga, un oficio que fuera útil para todos. Para entonces yo ya había aprendido la lengua de las cuevas y mi acento apenas se notaba. Estaba bien avanzada en el estudio del idioma de los habitantes de los árboles y como nos dirigíamos hacia allá, a buscar refugio entre los que tenían tanta abundancia que no podían negarse a acogernos, me nombraron intérprete. 

No teníamos ningún plan alternativo, aunque por las noches, mientras descansábamos alrededor de las ollas ya vacías, se hablaba del archipiélago donde viven las tribus del agua. Sus famosos guerreros, sus sacerdotisas legendarias, sus canoas fugaces que atravesaban el mar en el más absoluto silencio, la belleza sin par de todos ellos, hombres, mujeres y niños. Los viejos contaban lo que habían escuchado por generaciones, pero ya no quedaba nadie vivo que hubiera visto en persona a alguno de los habitantes de los mares. Decían que eran nómadas del agua, pero también decían que vivían en un archipiélago compuesto por más de mil islas. ...

Durante las semanas que tardamos en llegar a la ciudad entre los árboles mi rutina de estudio fue siempre la misma. Al amanecer, mientras los demás desayunaban y levantaban el campamento, yo repetía los sonidos que mi instructora me había asignado el día anterior. Durante la jornada a pie, que no se detenía hasta que el sol cabeceaba en el horizonte, iba acostumbrando el paladar, la lengua y los labios a esos sonidos que parecían no caberme en la boca. En las tardes, cuando los demás montaban campamento y preparaban la única comida fuerte del día, yo recitaba ante la maestra las palabras y frases que había aprendido. Corregía los errores, usaba de distintas maneras los nombres y los verbos, aprendía a calificar y a matizar. Después de cenar recibía la lección que iba a repetir desde el alba hasta el atardecer al día siguiente. Y así, día tras día hasta que la ciudad sobre los árboles apareció de pronto ante nosotros y me tocó saludar en su propio idioma a la mujer más sabia entre las sabias, que gobierna a su pueblo sin dar órdenes y habla el lenguaje de los pájaros.

Los nervios no me traicionaron y logré pronunciar el saludo y la bendición rituales. Pude también pedir asilo a nombre de los desplazados, pedir por nuestros viejos y nuestros muertos, pedir sin perder el orgullo ni la dignidad, ofreciendo a cambio nuestro saber y nuestro trabajo. Somos una sombra de lo que fuimos, logré decir con la frente en alto, pero te ofrecemos lealtad incondicional y la ciencia de nuestros sabios y el saber de nuestras curanderas que no tiene rivales. A medida que los niños traían las ofrendas logré nombrar las telas y las piedras preciosas, una por una, sin dudar. Hasta que la mujer que habla el idioma de los pájaros levantó la mano para hacerme callar y con una sonrisa aprobó mis esfuerzos y dijo, en nuestra lengua, con una pronunciación perfecta: ¡Bienvenidos!


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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.