No soy creyente. Nada que haya experimentado en
carne propia me ha llevado a aceptar la posibilidad de lo
sobrenatural. No he sentido jamás la presencia de ninguno de mis
muertos y no tengo esperanzas de encontrármelos en ningún más
allá. Pero he tenido amigos que creen y a través de su fé he visto
un universo totalmente ajeno al mío. Creer en el más allá le
agrega una dimensión al mundo de la que carecemos los que pensamos
que sólo existe el aquí y el ahora. Blanca oscilaba entre esas dos
opciones. No las sentía contradictorias. Simplemente aceptaba sus
urgencias místicas como una debilidad que se le venía encima en los
tiempos duros. Cuando estaba de buenas con el mundo y todo parecía
funcionar era una descreída fría y racional. Pero si la asaltaban
las dudas y se sentía en medio de la oscuridad, entonces le
resultaba natural consultar el tarot, el I Ching o los caracoles.
Durante algunos períodos de su vida cargaba un
I Ching portátil al que llamaba con reverencia el libro de los
cambios. Lanzaba sus tres monedas una y otra vez y se quedaba absorta
mirando la figura que se iba formando. Después leía en voz alta el
resultado y trataba de descifrar el oscuro designio del libro con una
seriedad que daba más miedo que risa. Conocía gente que leía desde
el Tarot hasta las runas celtas, pasando por la carta astral y los
chacras. No le importaba que se tratara de una industria montada
sobre la idea de pescar incautos. Ese universo esotérico era el
lugar en el que se refugiaba cuando se sentía vulnerable. Cuando se
le pasaba la racha oscura, era capaz de analizar con la cabeza fría
todo el procedimiento, como una antropóloga que hubiera viajado a un
lugar remoto a presenciar los rituales paganos de una tribu salvaje.
Pero mientras estaba en medio de lo que ella llamaba el crudo
desasosiego, citando a Pesoa, se dejaba llevar por los diagnósticos
y los consejos de cuanto charlatán se le cruzara en el camino.
Una vez la acompañé a leerse el Tarot. La
muchacha que le leía el destino en las cartas se llamaba Mariana y
vivía en el tercer piso de un edificio que daba a la Plaza Brión de
Chacaíto. El día que la fuimos a ver el ascensor no servía y
tuvimos que subir por unas escaleras que olían a desinfectante.
Mariana nos abrió la puerta y lo primero que me sorprendió fue su
aspecto simple. Estaba vestida de jeans y franela, como cualquier
estudiante de la universidad. Tenía el pelo muy corto y no usaba
maquillaje. Nos hizo quitarnos los zapatos al entrar. Ella andaba en
plantilla de medias y sin hacer ningún ruido, como si levitara, nos
guió hasta la sala. Por los ventanales entraba la luz oblicua de la
tarde. Nada en el lugar indicaba la presencia de lo esotérico. Ni
incienso, ni velas, ni trapos de batik, ni bolas de cristal. Sobre el
sofá había un gato amarillo que ni se movió cuando entramos y no
parecía tener nada que ver con lo que pasaba a su alrededor.
Yo desconocía el procedimiento de las cartas,
así que para mí todo era una novedad. Por eso había aceptado
acompañarla. Quería ver, de manera objetiva pero a corta distancia,
cómo funcionaba aquella máquina fascinante de hacer creer. Mariana
me hizo sentar en el sofá, al lado del gato. Nos explicó que si yo
estaba muy cerca las cartas se confundirían por la mezcla de
vibraciones de las dos. Blanca se sentó frente a una mesa de
vidrio. Mariana le pidió que no cruzara las piernas ni los brazos y
comenzó a barajar un mazo de cartas enormes y bastante usadas. No
hizo ningún gesto para concentrarse o ponerse en sintonía con lo
que sea que estuviera más allá. Al contrario, sus manos se movían
con la destreza de un crupier en un casino de Las Vegas. Cuando
terminó de barajar puso el mazo frente a Blanca y le pidió que
cortara la baraja en cuatro.
Recuerdo menos lo que siguió después. Veía
las barajas sobre la mesa y escuchaba las explicaciones de Mariana,
pero todo el discurso me había comenzado a sonar impenetrable. Los
nombres de las cartas estaban en inglés y Mariana los pronunciaba de
una manera extraña. Creo que eso fue lo que me distrajo. Las cartas
eran volteadas sobre la mesa y seguía una explicación en la que
predominaban los mensajes en clave. Puertas que se abrían, caminos
que se enderezaban, permisos que se concedían. Todo sonaba
abstracto, alejado de los problemas reales que yo imaginaba que
estaban en la mente y en el ánimo de Blanca. Desde el sofá no podía
ver su cara, apenas alcanzaba a ver su perfil iluminado por la luz
cada vez más tenue que venía de afuera. Tal vez por eso me
sorprendió escuchar que lloraba. Mi primer instinto fue acercarme,
pero Mariana me detuvo con un gesto firme de la mano izquierda que
hizo que regresara al sofá como una niña obediente. Entonces
entendí que la sugestión no se basaba en la debilidad del que
consulta sino en la convicción absoluta del que pronuncia las
sentencias del oráculo.
Hay una fuerza, un poder en esa creencia. Es la
convicción del actor que mientras encarna al personaje de ficción
lo convierte en un ser real. Cualquier performance es un
desplazamiento hacia un mundo otro y aquella lectura de cartas que
diagnosticaban el presente y auguraban el porvenir no se diferenciaba
en nada de una puesta en escena. Nos entregamos a la ficción porque
necesitamos salirnos de lo mismo, del cuerpo usado que somos y que
nos resulta tan conocido. Eso es creer. Vivir en ficción en estado
permanente sin regresar nunca al tiempo real, sin volver a la calle
cuando cae el telón. Esa era la conclusión a la que estaba llegando
antes de escuchar a Blanca llorar. Pero su llanto era demasiado real
para entrar en la cómoda definición de lo ficticio.
Esperé. Traté de respetar su proceso, como
decía ella. Dejé que el gato me oliera los dedos y después le
acaricié despacio las orejas. Se fue volteando poco a poco hasta
quedar patas arriba. Le acaricié la barriga y dejé que me clavara
un par de uñas en la palma de la mano. Necesitaba distraerme. Dejar
pasar ese momento que parecía invadirlo todo y amenazaba con
arrastrarme. En algún momento las dos se levantaron. La sesión
había terminado y ya podíamos irnos. Bajamos las escaleras en
silencio. Afuera nos esperaba la última luz de la tarde. No me
atreví a preguntar qué había pasado. Hasta hoy tengo la sensación
de haber presenciado ese día una revelación que fui incapaz de
comprender. Ninguna teoría iba a explicarme la angustia que había
sentido al ver su reacción frente al destino que las cartas le
imponían. Tiempo después supe que Blanca estaba decidiendo, justo
en ese momento, abandonarlo todo para siempre.
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