Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

martes, 25 de octubre de 2011

La deuda

Se respiraba un aire como de tormenta. Un ventarrón largo levantaba las hojas, los papeles, la fina arenilla de las aceras. Con el delantal entre las manos mojadas Sere se detuvo a mirar la calle sola mientras Hipólito cerraba la reja. Había sido un día largo y todavía faltaban tres semanas para las elecciones. En tiempos de campaña todo parecía moverse más rápido y al mismo tiempo todo se detenía en el aire, como en este ventarrón que levantaba las hojas y las sostenía quietas por un momento encima de las cabezas y los carros.

Grupos de los dos bandos se habían alternado para venir a hacer sus cenas y encuentros en La Factoría. Hasta este día no se había producido ningún enfrentamiento. Sin que pareciera demasiado evidente, Hipólito se las arreglaba para sentar a cada grupo en un rincón alejado del otro. Cada quien llegaba y se sentaba en su mesa, sin mediar más que un saludo silencioso, resuelto con un golpe de quijada. Las conversaciones se mantenían en voz baja y después cada quien salía por su lado sin llamar la atención. Pero este día las cosas estuvieron a punto de pasar a mayores.

—Nos salvó la campana —dijo Hipólito aflojándose la corbata.

—Las mujeres, mijo, siempre estamos salvando a la patria —dijo Sere.

Todavía resonaban en el aire los sonidos de sillas pateadas y de botellas rodando por el piso. Sere no había logrado entender cómo y cuándo se desató todo, pero recordaba haber escuchado una maldición antes que nada.

—¡Más puta será tu abuela! —había gritado alguien con un vozarrón.

Había dejado todo lo que estaba haciendo para asomarse desde la cocina. Y en los veinte segundos que tardó en caminar hasta el comedor todo había descendido a un nivel de violencia que parecía incontrolable. Hubo gritos y empujones. Alguien cayó y se levantó furioso, volteando patas arriba una mesa que hizo más grande el estrépito cuando se quebraron vasos y platos. El olor a whisky con Coca-cola se extendió por el aire. Alguien gritó agárrenlos y luego ya no se entendió nada por un rato. Hasta que una mujer alta y vestida de amarillo encendido, que había estado gritando órdenes y separando sillas, se plantó en el medio de la contienda y disparó al aire con una pistolita que parecía de juguete.

—¡Aquí no se mueve nadie! —dijo la mujer.

Su resolución era tal que todos obedecieron y se quedaron como estaban, en las poses más absurdas, por un par de segundos. Después bajaron los brazos, levantaron las cabezas, se acomodaron las faldas o las chaquetas y comenzaron a recoger el estropicio. Hasta ahí había llegado el escándalo. El grupo de la oposición salió primero, fingiendo cierta indignación y asegurando que la próxima vez reservarían todo el lugar para ellos solos, porque no se podía compartir de manera civilizada con esos trogloditas.

Los del gobierno pidieron otra botella y estuvieron criticando a los oligarcas, burlándose y planeando revanchas hasta una hora más tarde. Desde la cocina Sere los oía reirse y cuchichear y volver a reirse a carcajadas. Cuando consideró que era un buen momento, se acercó a la mujer que había detenido la hecatombre y le preguntó cómo se llamaba. La mujer la miró al principio con un gesto duro, pero enseguida aflojó la mirada y se rió con gusto.

—Me dicen la mapanare, pero me llamo Celia —dijo—, como la cantante.

Sere le extendió la mano y le dio las gracias. Le dijo que había sido muy efectiva su manera de solucionar el conflicto, pero que prefería que no se usaran armas en su restaurant. La mujer le respondió con un abrazo franco del que Sere no supo zafarse.

—Me debes una, cocinera —dijo Celia—. Pero no tienes que pagármela de una vez y tampoco me tienes que dar las gracias. Para eso estamos.

Cuando casi a la media noche el cansancio se veía ya en las caras de todo el personal de La Factoría fue Celia la que levantó a sus huestes y se las llevó a terminar la parranda en otra parte. Sere le hizo un gesto de reconocimiento y de alivio desde la caja.

—Ya van dos —dijo Celia al salir, con una sonrisa de oreja a oreja.

El viento había dejado de levantar las hojas. Frente a la luz escasa de los postes se dibujaba ahora una llovizna tan fina que parecía no llegar al asfalto. El olor a tierra mojada vino después, como un eco impreciso de la lluvia. Mientras Sere despedía a Hipólito hasta mañana recordó las palabras de Celia y le asaltó un extraño presentimiento. Miró la marca neta que había dejado la bala en el techo y pensó que no tenía idea de hasta dónde llegaba la deuda que había contraído. La lluvia comenzó a repiquetear fuerte en el techo y Sere apagó la última luz antes de salir por la puerta de atrás.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.