Los vi justo al llegar frente a la casa del guardaparques. Eran tres. Pero desde donde estaba yo sólo podía ver a los dos que acababan de sentarse en el banco al borde del camino. Al principio sentí una vaga incomodidad, como la que se siente cuando hay que pasar frente a un grupo de hombres que trabajan en la calle, entre máquinas ruidosas, gritándose vulgaridades y adueñándose del espacio de todos. Me preparé para las miradas escrutadoras enderezando la espalda y subiéndole el volumen al ipod.
Estaba escuchando la historia de un joven a quien su padre borracho le pegaba casi todos los días, cuando vi que los dos hombres tenían latas de cerveza en las manos. Usaban franelillas con los brazos descubiertos, aunque todavía era abril y hacía ese frío intenso, típico de la primavera escocesa. Uno de ellos tenía tatuajes azules en un hombro y en la nuca. Ese fue el que me miró primero y le hizo al otro una señal casi mecánica, que imaginé como una vieja clave aprendida en la adolescencia. Surtió efecto y el segundo hombre volteó a mirarme sin ninguna precaución. Mantuve la vista al frente por un par de segundos, pero enseguida fingí necesitar algún ajuste en el volumen del ipod y eso me permitió hacer un gesto despreocupado, para mostrarles que no estaba angustiada por su presencia.
Justo antes de pasar frente al banco destartalado en el que estaban los dos hombres tomando cerveza y fumando decidí no subir la cuesta que va a los establos y llega hasta el límite del parque. Crucé a la derecha para tomar el camino que bordea el río. Había dejado de pasar por esa ruta desde que vi al niño arrastrado por el agua. Pero hoy parecía un buen día para vencer viejos miedos y retomar hábitos tranquilizadores. Al cruzar, unos pasos antes del banco donde conversaban los hombres tatuados, bebiendo cerveza y mirándome, me encontré de frente con el tercero y casi pegué un grito del susto. El hombre debió ver el miedo en mi cara, porque bajó la cabeza como para tranquilizarme con el gesto menos amenazante que pudo desplegar. De todos modos, yo apuré el paso cuando los escuché reirse con un tono que me pareció de burla y de provocación. Le estarán preguntando al que acaba de llegar si le gustan mis nalgas, pensé. Sentí sus miradas seguirme con intensidad hasta que llegué al puente colgante y en lugar de cruzarlo agarré el camino de la derecha, más amplio y más transitado.
Pero tampoco había nadie esta vez. Ningún atleta de fin de semana retándose a sí mismo, ninguna señora paseando un perro peludo y juguetón, ningún grupo de adolescentes empujándose, ninguna familia tomando el escaso sol de primavera en la grama verde. Había pasado el primer claro y estaba ya por salir al segundo, que se abre hacia el río en una playa sembrada de piedras, cuando los escuché reir detrás de mí. Miré sobre mi hombro derecho para calcular la distancia que me separaba de ellos y sentí un frío en el estómago cuando vi que venían corriendo.
Aceleré el paso a todo lo que me daban las piernas. Nunca he podido correr más de un minuto o dos. Es como si mi cuerpo se resistiera a la brusquedad del más mínimo movimiento violento, porque va en contra de mi naturaleza lenta y pausada. Tal vez por eso prefiero caminar. Las largas caminatas me dejan pensar y me permiten creer que sigo activa, aunque todo se haya detenido ya y mi vida no sea más que un recuerdo, una memoria borrosa de lo que fui en otro tiempo, en otro país, en otro idioma. Hubiera querido tener la fuerza de antes, el ánimo de antes, para correr al menos cinco o diez minutos y ponerme a salvo, en un lugar menos solitario.
Cuando llegué al tercer claro, donde se puede ver la loma verde que sube hasta la vía asfaltada que atraviesa el parque, pensé volver y refugiarme en la casa del guardaparques. Sabía que ahí había gente siempre, porque al lado de la casa grande, que servía para recibir a los visitantes, vivían las dos mujeres que se encargaban del mantenimiento de los jardines y de abrir o cerrar las puertas cada mañana y cada tarde. Una vez había entrado, en medio de un repentino aguacero, con la excusa de esperar a que escampara. Quería saber cómo era adentro, cómo sería vivir en esa casa en medio del parque. Pero me sentí tan desamparada y sola entre esas mujeres silenciosas que volví al camino antes de que dejara de llover y nunca he vuelto a entrar.
Rechacé la idea de refugiarme en la casa y avancé lo más rápido que pude, sacándome los audífonos de las orejas para poder escuchar con claridad cuando los hombres se acercaran. No había nadie al borde del río y la corriente se oía fuerte y persistente, como el ruido de una máquina que estuviera fabricando largas filas de cosas inútiles. Antes de llegar al último claro del camino que bordea el río, decidí subir por las escaleras de madera que llevan al camino principal. Pensé que me sentiría más segura pisando asfalto. Como si hubiera llegado a un espacio urbano en el que el miedo se diluye y la seguridad depende más de la actitud con que se camina que de cualquier amenaza, real o imaginada. Pero me dolían las rodillas y los tobillos por el esfuerzo de acelerar el paso y ya no podía respirar más rápido. Así que no logré sentirme más segura.
No escuchaba a los hombres. Tal vez se habían detenido o habían dejado de correr y venían despacio. Me calmé poco a poco mientras llegaba al puente de piedra. Volví a mirar para atrás y, como no los vi ni los escuché, decidí seguir mi camino habitual por el borde del río, del otro lado del puente de piedra. Me puse los audífonos otra vez y elegí una vieja canción cantada por una joven canadiense. La música me ayudó a relajarme. Recordé el miedo de mi mamá a caminar por lugares solitarios. No vayas por ahí, que nunca hay nadie. No camines tan tarde, que está muy solo.
Ella también había nacido en otra parte y también se había tenido que adaptar a una nueva vida en un lugar distinto al suyo. No le tocó sufrir la afrenta de aprender a comunicarse en otro idioma, pero sí debió acostumbrarse a entender las diferencias de pronunciación y de sentido que tenían las palabras y las expresiones. Su adaptación había sido rápida, porque llegó muy joven al país adoptivo. Era una adolescente apenas salida de la escuela primaria y se amoldó a los hábitos ajenos con la plasticidad de todo ser nuevo. Pero se había quedado con un miedo a veces inexplicable a los lugares solitarios. Un miedo visceral a amenazas oscuras e intangibles que la hacían dormir siempre con una luz encendida.
Mi mamá nunca entendió mi gusto por la soledad y el aislamiento. En otros tiempos no sentía miedo ni veía amenazas donde no existían. Pero ahora todo es distinto. A pesar de la música y de su efecto relajante, algo como un anuncio hizo que se me instalara en la nuca una sensación de terror que parecía venir de las advertencias reiteradas de mamá. Sentí en la boca del estómago un nudo y miré hacia atrás justo cuando se terminaba el camino del río y debía cruzar el puente verde por donde pasan las aguas del canal. Ahí estaban otra vez. Venían corriendo, empujándose y riendo, parecía que no me habían visto pero era evidente que me seguían.
Decidí salir del parque por el camino más corto, subiendo por las escaleras que empiezan justo al pasar el puente. No fue una buena idea. Después de más de cuarenta minutos caminando a todo lo que me daban las piernas, tratar de subir casi trotando todos esos escalones irregulares y tambaleantes era más de lo que mi cuerpo podía manejar. Escuché a los hombres venir corriendo sobre el puente. Sus pies producían en la superficie metálica un sonido vibrante y hueco. No había logrado subir ni diez escalones y veía con pánico delante de mí la cuesta empinada que parecía inmensa e imposible de escalar.
Los sentí detenerse justo al salir del puente. Presentí que miraban a los lados para decidir qué camino tomar; si la ruta plana y recta que bordea el canal o la cuesta irregular que yo estaba tratando de subir sin ser vista, casi en cuatro patas, ayudándome con las manos y las rodillas. Los sentí acercarse cuando decidieron que vendrían detrás de mí, que era a mí a quien buscaban.
Intenté correr cuando los sentí más cerca, pero tropecé y mi rodilla izquierda cayó sobre el filo de un escalón y por un momento el dolor fue tan intenso que no pude moverme. Me acurruqué sobre el borde de la escalera y me puse las manos en la cabeza como si me protegiera de un bombardeo o de las pisadas corpulentas de una manada de animales en fuga.
Ellos se detuvieron delante de mí. Sentí que me tocaban y hablaban en voces altas y alarmadas, como si dieran órdenes. Empecé a ver todo borroso y creí que estaba a punto de desmayarme. En un hilo de voz, al borde de un llanto desesperado que se me echaba encima como si viniera de otro miedo más viejo, les dije, déjenme, déjenme. Ellos no me escucharon y trataron de levantarme, enderezarme, ponerme en una postura más conveniente.
No sé de dónde saqué fuerzas para gritar, esta vez en inglés y con una fiera determinación: Let me go!.
Los tres hombres se quedaron en silencio al mismo tiempo. Miré sus caras de frente y de cerca por primera vez. Uno de ellos tenía la boca abierta y parecía de verdad asombrado. Los otros dos dieron un paso atrás y levantaron las manos como para mostrar que estaban desarmados. Todavía colgaba de sus caras un resto de sonrisa.
Are you ok?, me preguntó con auténtica preocupación el que se había quedado más cerca de mí, con la boca abierta. No le respondí. Seguía sin registrar del todo su asombro y su genuina angustia. Do you need any help?, dijo uno de los dos hombres que estaban un paso más allá, todavía con las manos al aire. Let me alone!, dije. Esta vez mi voz sonaba más calmada, pero por sus miradas asombradas imaginé que todavía mi cara y mis manos mostraban señales de un pánico intenso.
Los hombres comenzaron a alejarse. Lentamente. Al principio sin darme la espalda y tratando de no hacer ningún gesto amenazante. Luego subieron los escalones de dos en dos y al final agarraron impulso y se perdieron a la carrera.
Freak!, les escuché decir entre risas cuando doblaron a la izquierda al final de la cuesta para cruzar el pequeño bosque que da a la salida del parque.
.
.
.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Archivo del blog
-
►
2017
(13)
- ► septiembre (1)
-
►
2014
(7)
- ► septiembre (1)
-
►
2012
(12)
- ► septiembre (1)
-
►
2011
(12)
- ► septiembre (1)
-
►
2010
(12)
- ► septiembre (1)
Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
1 comentario:
Sí, definitivamente me gustas más (y lamento, que sea repetitiva y use tanto el verbo gustar)cuando te escarbas por dentro. Este cuento está al lado del Venue 106 y el del ejercio diario. Lo que no me gustó es el nombre. Pero el cuento es tuyo, y tienes derecho a titularlo como te guste a ti. Mirtha.-
Publicar un comentario