Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

jueves, 30 de abril de 2009

El fantasma asustado

La frontera entre la ficción y la realidad es una línea cruzada por el miedo. Así, exactamente así, escuché la frase dos segundos antes de dormirme hace ya un par de meses. Tengo siempre al lado de la cama una libreta azul donde anoto lo que se me ocurre en la noche, mientras leo o espero que me venga el sueño, porque he aprendido que, si no lo hago, al día siguiente no queda nada de esa frase o esa idea que me parecieron en el momento perfectamente nítidas e imposibles de olvidar.

Con pánico de perder el sueño agarré la pluma y sin encender la luz escribí la frase y me quedé rendida. Al día siguiente descubrí entre los garabatos de tinta las palabras que todavía se podían leer debajo. Me acordé de la voz que me dictó esa frase y se me levantaron los pelos de la nuca, como se dice en inglés. Aunque me pareció más que solemne pensé que podía servir para algo alguna vez pero no volví a hacerle ningún caso. Hasta que apareció el fantasma en la biblioteca y esas palabras, junto con la voz que me las dictó aquella madrugada, se volvieron el centro de una especie de obsesión de la que todavía no logro salir.

La voz tenía un timbre ambiguo. No podía afirmar que fuese hombre o mujer. Era sólo una voz vieja, cansada, de esas que escuchas en los hospitales, en las paradas de autobús a media noche, en los bares que no cierran, en las farmacias de turno de veinticuatro horas cuando el sol todavía no ha terminado de salir. Una voz que viene de regreso y no espera nada de nada. Pero esto no lo noté en el momento en que, a punto de dormirme, la escuché por primera vez. Sólo me di cuenta después de escucharla algunas veces más, al final de la tarde, cuando apagaba la laptop y me quedaba en silencio haciendo un balance de lo que había logrado o dejado de hacer en un largo día de intentos frustrados o pobres hayazgos.

Cuando la escuché por segunda vez, en la media luz de un atardecer largo que se negaba a convertirse en noche, salté de la silla y prendí la luz casi en el mismo movimiento. Pero ya no estaba y, claro, pensé que la había imaginado. Esa vez la voz soltó una frase que sólo pude recordar cerca de la media noche, después de un baño tibio y unas treinta páginas de lectura. En mitad de un capítulo sobre la terrible peste bubónica que se extendió por Inglaterra en el año 1666, recordé de pronto la frase como si la voz hubiera vuelto a dictármela: La mejor forma de superar el miedo es no alimentarlo con ficciones.

Esta vez escribí la frase sin ningún reguero de tinta en mi libreta y seguí leyendo. Pero no pude quedarme tranquila porque he escuchado y leído lo suficiente sobre enfermedades mentales que comienzan justamente así: la gente oye voces y luego ya no distingue entre las voces reales y las que no lo son. Así que comencé a preguntarme si la voz estaba en mi cabeza o fuera de ella. En apenas un rato decidí que esa voz no me pertenecía, porque se parecía demasiado a las sentencias ejemplarizantes de Paulo Coelho y yo no padezco de ninguna inclinación por el didactismo.

Por suerte tengo un gato que, como todos los gatos, está capacitado por instinto para ver fantasmas donde quiera que estén. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que mi peludo compañero de insomnios se quedaba a veces mirando un rincón por demasiado tiempo. Si le preguntaba qué veía –siempre converso con mi gato y él me responde sin ninguna extrañeza- me soltaba un maullido breve y cansado, como si dijera, es sólo un viejo fantasma.

La tercera vez que lo sentí, la luz estaba prendida y hacía rato que se había hecho de noche. La laptop seguía abierta porque había una frase, una simple oración que debía cerrar el texto que estaba escribiendo y no podía dar con ella. Tenía la ilusión de que saldría de mis dedos directo al tablero si sólo me sentaba frente a la pantalla por el tiempo suficiente. Entonces escuché las palabras que en el momento me parecieron perfectas para cerrar el cuento que estaba escribiendo. Antes de paralizarme por temor al fantasma tuve el tino de escribirlas tal como las escuché: Cuando el miedo se alimenta de realidad, no queda nada en pie.

Al terminar de escribir me pregunté si debía dejar de lado mi incredulidad y agradecerle sinceramente a la voz que se había apiadado de mí y le había otorgado el final perfecto a mi historia. Miré como por costumbre a la esquina en la que mantengo colgada una hamaca de moriche que me traje de Margarita para recordar el sol del Caribe cuando estuviera en medio del frío implacable del invierno escocés. Y ahí estaba, a plena luz, sin ningún tipo de pudor. Me miraba de un modo tranquilo. Casi sonreía. Y me transmitió una calma que impidió que saltara de la silla otra vez.

Era una señora arrugada como todas las viejitas, pequeña como una niña de once años. Se cubría el cuerpo con una especie de cobija mullida y parecía cansada de esperar. No pude agradecerle ni reconocer con el debido énfasis su presencia, porque parecía lo más irreal del mundo que una viejita cansada hubiera aparecido sin más en la esquina donde cuelgo mi hamaca de moriche, y estuviera ahí mirándome desde el más allá. Así que guardé los últimos cambios que le había hecho al documento que tenía en la pantalla, cerré la laptop y bajé a sentarme en la sala. Un rato después prendí el televisor y traté de convencerme de que mi imaginación me estaba haciendo trampas.

Durante semanas dejé de trabajar en mi estudio. Me distraje haciendo largas diligencias que implicaban viajar a la ciudad a comprar cosas imposibles de encontrar en mi pequeño pueblito, como un lápiz de dibujo, un cuaderno con líneas para escribir música o una bufanda liviana y fresca para el verano que había visto una vez en oferta, más de seis meses atrás, en Grassmarket. También hice largas excursiones por el parque, más allá de mis predios habituales.
Me acostaba tarde y me levantaba más tarde aún, porque en ese momento todavía estaba a salvo en mi cuarto. Hasta que el fantasma decidió que si yo no iba a trabajar nunca más en sus predios, entonces se instalaría en los míos. La primera vez que lo sentí su peso en mi cama pensé que era el gato. Di media vuelta y seguí durmiendo. Pero cuando volví a despertarme en la madrugada con el peso en el borde de la cama y vi al gato durmiendo tranquilazo en su rincón preferido, entendí que el fantasma se había cambiado de cuarto.

En unos días, la casa toda en la que había construido mi santuario de lectura y escritura me oprimía como si se tratara de una cárcel o un sanatorio. A veces sostenía la llave de la puerta en las manos y, sentada en la escalera, me preguntaba a dónde podía ir a hacer algo que me alejara por horas de aquel lugar donde el acto simple de vivir se me había vuelto una pesadilla. Ya no resultaban suficientes mis largas caminatas a la orilla del río ni mis falsas necesidades de bufandas o lápices. Por más que me tardara, no podía evitar volver.

Comencé a ir a la biblioteca a leer. Cuatro o cinco horas más afuera servían para calmarme y me permitían tomar cierta perspectiva de mis temores. Pero siempre llegaba la noche, el silencio y la oscuridad. Y con ellos venía el fantasma que se sentaba todas la madrugadas al borde de mi cama, mudo y necesitado. Por semanas dejó de dictarme sus frases al mismo tiempo misteriosas y ridículas. Hasta que pareció no poder aguantarse más y una noche en que yo estaba en medio de una pesadilla, nadando contra la corriente de un río de barro y sangre, me dictó una frase que no tuve que anotar en mi libreta azul, porque se me quedó colgando en la memoria por días: Hay más miedo en la realidad de lo que puede caber en la ficción.

Entonces entendí que la viejecita elocuente no quería asustarme sino, tal vez, hablarme de sus propios temores y compartirlos conmigo. Pensé que si juntaba todas las frases que me había dictado y de algún modo construía con ellas una historia me dejaría en paz, porque su miedo estaría a salvo y ella también. Cuando ponemos nuestros terrores en palabras parecen perder su densidad. Esto no me lo dictó la viejecita arropada. Se me ocurrió mientras inventaba apurada una historia para sacarme de encima al fantasma insistente. Y por supuesto reconocí su influencia de inmediato.

Era una historia en la que trataba de imaginar cómo habría sido vivir en esta casa en los años cuarenta o cincuenta. En esos tiempos en que el siglo pasado era todavía joven las familias incipientes comenzaban a vivir en estas casas que se miran unas a otras por todas las ventanas. Pensé que no sería difícil imaginar a los vecinos recibiendo a la nueva familia de la que formaba parte mi fantasma. Los imaginé mirando –como hoy- las peleas y las reconciliaciones, escuchando reir a los niños en las tardes frías y observando con curiosidad a las mujeres limpiar y recoger, llorar y fumar en las ventanas o en el descanso de las escaleras.

Imaginé un marido hosco y unos niños ingratos. Inventé mezquinas alegrías y recurrentes sinsabores. Largas horas de soledad y motivos para la tristeza y la nostalgia. Pero sobre todo construí razones para el miedo, por las que pudiera ir intercalando las frases que mi viejecita me había dictado. Armé una historia más bien amarga y sin ningún asomo de piedad. Y, claro, terminé matando a la pobre viejita en una noche solitaria en que dejó de respirar después de sobrevivir innumerables desencantos, una fractura en la pelvis, y un abandono de años sin atención ni cariño.

Cuando terminé de armar la precaria historia volví a mi biblioteca, me senté frente a la laptop y se la leí en voz alta. No era tarde, pero había oscurecido lo suficiente como para que el fantasma considerara válido aparecer en la media luz del rincón. Me di vuelta para constatar que escuchaba, aunque ya había sentido su presencia. Me miró largo y después de mascullar un rato y dudar un poco, me dictó su última frase: El miedo sólo está en el lugar en el que no quieres que entre.

Pensé que había matado –como se dice- dos pájaros de un tiro: me había librado del fantasma miedoso y había podido subir a mi blog el cuento del mes sin que me agarrara la fecha límite. Llevaba varios días de lo más contenta con mi eficiencia y mi claro sentido de la oportunidad cuando el fantasma se me volvió a sentar en la cama para dictarme otra de sus frases: Acepta, sin luchar, el miedo. Entonces te dejará ir.

Me pregunté si debía escribir un último párrafo de la historia para incorporar la nueva sentencia admonitoria, a ver si de verdad se trataba del final. Pero mientras escribía mi gato se levantó de pronto de su tranquila siesta y se quedó mirando otra vez fijamente el rincón donde yo sólo veía la hamaca de moriche.

Han pasado dos meses desde el frustrado intento de deshacerme del fantasma sentencioso. Ya no me asusta su voz cansada y me he acostumbrado a su obstinado peso en el borde de la cama. Ahora somos dos escribiendo y soñando frases redondas y ridículas con las que componemos cuentos inútiles y poemas bobos.

Nos divertimos bastante.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.