Días atrás, había defendido hasta el final la idea de que no hace falta estar enfrente de una calle para describirla cabalmente. Incluso había dicho que no era necesario haber pasado por ella, haber caminado lenta o rápidamente ninguna de sus cuadras para describir su olor, el frío que cala hasta los huesos, el efecto del sucio acumulado en los bordes, la luz pálida. Por eso estaba yo ahí, con la ropa empapada, refugiándome en aquel café donde una famosa escritora había escrito las primeras ciento cincuenta páginas de una saga que la volvería la mujer más rica del Reino Unido. Ahí estaba yo sacando de mi bolso de tela un cuaderno y tres lápices para probar un punto.
Había aceptado el reto de describir una calle escocesa mientras la veía transcurrir en vivo y directo delante de mí, para luego hacer el ejercicio de evocar en mi mente y sin referencia directa una calle, digamos, de Estambul o de Mumbai o de México, que si a ver vamos para los efectos de mi experimento eran exactamente lo mismo, porque no había estado en ninguna de esas ciudades. Describiría con minuciosidad los olores, el tono de la luz, los ruidos que debían escucharse en la calle de una ciudad desconocida. Después, someteríamos el experimento a un jurado imparcial de exigentes lectores.
Ahí estaba yo, entonces, dispuesta a probar mi punto y a retar a cualquiera que quisiera argumentarme lo contrario, a que adivinara cuál de las dos descripciones se refería a la calle real y cuál a la calle imaginada. Ninguna de las dos era real, sería mi argumento, pero estaba consciente de la cantidad de gente que seguía creyendo que la observación directa producía un efecto de realidad más convincente que lo que podríamos llamar la evocación imaginaria. Me tomé lentamente el té que tenía enfrente mientras observaba por el gran ventanal la calle que transcurría más allá de la ventana. Anoté palabras y pequeñas oraciones como un modo de calentamiento y luego, poco a poco, fui escribiendo frases cada vez más largas. Y luego un párrafo. Y en un rato, que tal vez sería un poco más de media hora, ya tenía un par de páginas garabateadas en negro, azul y rojo.
Es una manía difícil de superar, que arrastro desde la infancia, la idea de que algunas palabras vienen en un color y otras en otro. Es un asunto visual y nunca he podido reproducirlo en los textos finales que levanto en la computadora, cuando al llegar a la casa me siento a transcribir lo que he escrito en mi cuaderno de notas durante el día. Si intento pintar de rojo, azul o verde algunas de las frases que están en esos colores en mi cuaderno, el efecto en la pantalla de la laptop es más bien ridículo. Así que mis coloridas notas siempre terminan tristemente negras cuando adquieren la forma de textos finales o en proceso de serlo.
Pero no había llegado todavía a ese punto. Estaba en el café más famoso de Edimburgo, con mi juego de lápices describiendo una calle real de una ciudad real, para probar que podía sonar tan imaginaria como cualquiera. Y en ese momento ignoraba que terminaría más bien contando esta otra historia y que me olvidaría por un rato largo del experimento de la calle real y la calle imaginada.
⎯¿Me puedo sentar? −me preguntó una mujer, que se sentó de todos modos sin esperar respuesta.
Yo le sonreí, asentí con cierta desconfianza y moví algunas cosas de la mesa para que supiera que aunque la mesa me pertenecía yo le permitía, con un punto de impaciencia, una momentánea ocupación. La señora tenía unos ochenta años. Su cara llena completamente de arrugas se dulcificaba a veces con una leve sonrisa y un gesto más bien pícaro que parecía querer ocultar. Su pelo blanco estaba recogido en un discreto moño casi en la nuca y llevaba un viejo sombrero verde, de una tela exacta al abrigo que lucía con gracia aunque parecía quedarle grande.
⎯Mucha gente viene aquí a ejercitar la pluma −dijo, revolviendo su taza de café con leche−. Como si fuera suficiente estar en un lugar en el que se hizo famoso un escritor, para que uno tenga la fortuna de correr con la misma suerte.
Traduzco del inglés, así que no me crean que fue exactamente eso lo que la mujer me dijo, pero podría jurar que si mi traducción no es exacta palabra por palabra, lo es en el tono, en la intención y, sobre todo, en el efecto que causó en mí su interrupción de mi interesante experimento. Volví a mirarla y sonreí a medias, regresando a mis lápices de colores y a la observación en vivo de la calle que se desplegaba delante de mí. Anoté un par de nuevas frases y luego palabras sueltas. Había perdido la concentración y ya no tenía sentido tratar de continuar.
⎯Yo también quería ser escritora −dijo la señora del sombrero verde cuando vio que cerré el cuaderno y me resigné a posponer mi interesante experimento.
Hablaba con la cadencia y el acento de las gentes que han recibido una educación académica o se han criado entre intelectuales. El acento escocés apenas se sentía detrás de algunas de sus vocales y en un ligero sonsonete al final de las frases. Revolvía el café con delicadeza, como si no quisiera enturbiarlo demasiado.
⎯Mi infancia estuvo rodeada de libros –dijo− pero después pasó mucho tiempo antes de que tuviera acceso a una biblioteca. Fue en ese tiempo que pretendí escribir mis propias historias, para distraerme y para evitar el profundo aburrimiento de una vida dedicada a criar hijos y a mantener contento a un marido más bien indiferente.
La observaba con más atención desde que había abandonado mi empeño en describir la calle. Noté que tenía los ojos intensamente azules y que su voz era mucho más aguda de lo habitual en mujeres de su edad. Tenía el timbre de una adolescente que hubiera madurado demasiado rápido.
⎯Cuando comencé a escribir lo hice con mucho ánimo −siguió diciendo–, pero a la mitad de una historia que había imaginado a medias me desesperaba, porque no veía el final, porque no sabía cómo terminaría. Entonces empecé a planificar minuciosamente cada trecho del argumento pero no encontraba historias interesantes que contar. Durante mucho tiempo pensé que en realidad no tenía lo que hay que tener para escribir. Sea lo que sea. Pensé que no había vivido lo suficiente o que no había sufrido lo suficiente. Me habían dicho que la profundidad provenía de la experiencia y yo lo creí.
Me pareció evidente que se trataba de una mujer que sabía dosificar sus silencios para interesar a la audiencia. Jugó un rato con los guantes grises que había puesto sobre sus piernas al sentarse. Doblaba y desdoblaba los bordes, como si aquel gesto la ayudara a recuperar la memoria de tiempos ya idos.
⎯Entonces decidí lanzarme a vivir −dijo después de aquella pausa intencional−. Suena bastante cursi, pero así era como pensábamos en aquellos tiempos. Creíamos que la vida sólo era real si vivíamos en las calles, si nos emborrachábamos, si lográbamos perder la conciencia por cualquier medio, si nos engañábamos unos a otros, si nos íbamos a la India a experimentar el lado espiritual de la pobreza.
⎯¿Usted estuvo en la India? −no pude evitar interrumpirla, me parecía difícil de creer.
Me miró sin decidirse a ser demasiado dura. Como sucede con toda persona de su edad, el trato con gente más joven parecía resultarle al mismo tiempo estimulante y agotador. Había que explicarlo todo, no se contaba con referencias comunes. Los jóvenes eran incapaces de ver a sus mayores como alguna vez fueron. Disimuló una mirada de reproche y condescendió a responderme como quien dicta una verdad demasiado obvia.
⎯Claro, todos estuvimos alguna vez en la India −dijo, con una voz que parecía cansada−. De allá regresábamos creyendo que valoraríamos mejor lo que teníamos y jurándonos que jamás nos instalaríamos de nuevo en nuestras certezas, en nuestro consumismo desenfrenado, en nuestra búsqueda excesiva de comodidad. Pero nada de eso resultó cierto. Ningún viaje te cambia para siempre la existencia.
Hizo de nuevo una pausa como si tratara de recobrar el hilo de lo que estaba diciendo. Me miró despacio y pareció descubrir sólo en ese momento que mi cara no correspondía al sujeto habitual de estas latitudes. Entonces sonrió de verdad por primera vez y susurró, con un dejo de ternura, que debía ser difícil acostumbrarse a vivir lejos de casa. Pero no estaba esperando de mí una respuesta, sólo un oído atento. A su manera me estaba pidiendo que no la interrumpiera.
Entonces me contó que cuando creyó que había aprendido todo lo que debía aprender y que había sufrido o visto sufrir lo suficiente, regresó a casa y se dispuso a escribir sobre sus experiencias. Inventó muchas historias. Largas y complicadas sagas en las que familias enteras pasaban por siglos de intrigas y sufrimientos; retorcidas historias de amor y traición en las que los amantes renunciaban a su propia existencia por perseguir un sueño; relatos de viajes a lugares exóticos en los que mujeres fuertes y decididas perdían toda confianza en sí mismas; profundas tragedias en las que hombres confundidos olvidaban honrar lo más sagrado y se entregaban a los límites de la violencia; divertidas comedias donde desfachatados adolescentes aprendían a descubrir el lado humano de la vida.
Hago una traducción aproximada de la larga lista que hizo en realidad la señora del sombrero verde. Su imaginación parecía no tener fin. Estuve a punto de agarrar un lápiz y tomar nota, porque ya había decidido que esa era una historia que tenía que contar. Pero me dio vergüenza y pensé que lo consideraría una falta de delicadeza extrema. Cuando se aseguró de que yo ya había perdido el hilo de la enumeración, la señora suspiró como quien descansa de una larga carrera y dejó caer de nuevo una de sus pausas calculadas.
⎯Me atreví incluso a imaginar −concluyó después, con un gesto de triunfo− un mundo del futuro en el que los seres humanos volvían a vivir bajo las leyes de la naturaleza y debían sobrevivir a los ataques de depredadores más inteligentes y mejor dotados.
Se detuvo de nuevo para tomar un sorbo de café. Recogió tras de la oreja un mechón rebelde de pelo blanco y me miró para asegurarse de que seguía escuchando.
⎯Llené cuadernos y más cuadernos con mis notas. Trataba siempre de evocar mis recuerdos, los sufrimientos y alegrías vividos, los viajes a lugares remotos, para darle densidad a los relatos. Por cierto −dijo mirando mis materiales de escritura sobre la mesa−, también me gustaban las tintas de colores, pero siempre escribí con plumas. Nunca me he acostumbrado al modo como se deslizan los bolígrafos sobre el papel.
En ese momento hizo una pausa que no parecía calculada, al notar que su taza estaba vacía. Pensé que lo correcto era ofrecerle algo de tomar, otro café o algún jugo. Después de dudar un rato e insistir en que no debía molestarme porque ella ya se iba, aceptó que le pidiera un agua mineral con gas. Cuando me levantaba para ir al mostrador a hacer el pedido me dijo en voz casi inaudible que también le gustaría comer algo. Cualquier cosa, querida, dijo. Al alejarme vi cómo sonreía mientras examinaba de manera indiscreta mi libreta de notas que estaba abierta en la mesa. Me tranquilizó pensar que no entendería mis garabatos en español.
Regresé con agua y un sanduche de salmón para ella y otra taza de té con leche para mí. Al poner la comida y el agua en la mesa, la señora del sombrero verde pareció despertar de un sueño profundo. Sólo en ese momento me di cuenta de que había tenido los ojos cerrados mientras yo me sentaba. Examinó el sanduche con atención y luego de aprobarlo se lo comió rápidamente sin hacer ruido. Hubo después un largo silencio durante el cual la señora pareció haber perdido las ganas de hablar. Pero a esas alturas yo ya no tenía escapatoria y necesitaba escuchar el final del cuento.
⎯¿Qué hizo con todos esos relatos? –pregunté− ¿publicó muchos libros?
La señora tomó un trago largo de agua. En el vaso nadaba un triste redondel de limón amarillo. Después me miró como se mira a quienes son renuentes a aprender las lecciones de la existencia. Se limpió los labios para disimular un gesto que no supe descifrar.
⎯Nunca publiqué nada –dijo-. Aquellas largas y turbulentas historias comenzaban bien.
Planificaba todo minuciosamente en pequeñas fichas que ubicaba en grandes cartulinas para establecer una secuencia interesante. Todo empezaba de maravilla. Los argumentos parecían sólidos y los personajes se comportaban al principio de acuerdo a lo planeado. Pero, inevitablemente, llegaba un punto en el que los personajes se negaban a funcionar como la historia lo requería. Se empeñaban en tomar sus propias decisiones y en comportarse como seres ficticios. Se negaban a parecer reales, a acercarse a mis recuerdos, a lo que yo había vivido y sufrido con tanto empeño para poder escribirlo después.
Jugando con las migas de pan que habían quedado sobre el plato, me contó cómo las largas sagas que había imaginado terminaban de pronto encaminadas hacia la testarudez de una única heredera que se negaba a tener hijos. Si escribía una comedia, sus personajes empezaban a sufrir a mitad de camino y no había manera de salvarlos. Si el tono era trágico, los personajes se empeñaban en hacer cosas divertidas sin tomar en cuenta lo incongruentes que resultaban en vista de las circunstancias lamentables en las que se encontraban. Y así...
⎯De modo que −dijo con tristeza− terminaba abandonando todas aquellas historias que no podía controlar y comenzaba un cuento nuevo, convencida de que si cambiaba el tono, o el género, en algún momento encontraría el argumento acertado en el que los personajes aceptarían comportarse como corresponde.
Aquí hizo una pausa de nuevo que parecía definitiva. Pero antes de que yo volviera a importunarla con mis preguntas decidió cerrar de una buena vez la historia que venía contando.
⎯Nunca lo logré –dijo-. Nunca pude terminar una historia. En realidad dejé de intentarlo. Ahora sólo escribo comienzos de historias. En ellas diseño personajes envueltos en tramas que prometen ser interesantes, pero no adelanto demasiados detalles de lo que vendrá. Así puedo ir demorando los acontecimientos para que los personajes no sepan a qué atenerse. De todos modos, llega siempre el momento en el que parece que van a querer tomar su propio camino. Entonces los abandono en medio de la historia y comienzo otra.
⎯Debe ser divertido de todos modos –dije, por decir algo.
La señora del sombrero verde no pudo evitar repetir una mirada de reproche. Claramente estaba tratando de enseñarme una lección que yo me negaba a reconocer. Terminó el vaso de agua y comenzó a ponerse de pie. Sus gestos indicaban que ya se había convencido de que yo no era la discípula adecuada. Antes de que terminara de levantarse logré reaccionar.
⎯¿Debo aprender algo de lo que me ha contado? ¿qué es exactamente lo que está tratando de decirme?−dije al borde de la angustia.
⎯La única cosa que hay que saber, querida –me dijo, haciendo evidente por primera vez un fuerte acento escocés− es que no hay nada que no puedas imaginar. Pero lo que finalmente te sea dado poner en el papel... eso es diferente.
Se puso de pie despacio, haciendo los movimientos lentos característicos en alguien de su edad. Se acomodó el abrigo y el sombrero que en ningún momento se había quitado. Se calzó los guantes de un gris ratón, que había mantenido sobre las piernas todo el tiempo, y se inclinó intentando una sonrisa para despedirse.
⎯Todos estamos solos en esto, aprendiendo de cero –dijo, antes de irse-. No hay ninguna receta. Pero hay algo de lo que puedes estar segura –y señaló con un dedo acusador el lugar− aquí no vas a poder escribir ninguna historia que valga la pena.
Cuando me dio la espalda y caminó hacia la puerta con paso lento, pensé que su ropa parecía sacada de un baúl antiguo o de una tienda de beneficencia, de esas que venden ropa de segunda mano a bajísimos precios. Me pregunté cuántos años tendría y me di cuenta de que no me había dicho su nombre. Depués de verla desaparecer en el marco derecho de la ventana, me quedé contemplando mis lápices de colores sobre la mesa, mi libreta de notas y la taza de té ya vacía. Tuve el claro presentimiento de que me iba a costar mucho de ahora en adelante tratar de terminar una historia.
Por suerte, una semana después estaba de nuevo en el mismo café, empeñada en continuar mi experimento sobre las calles conocidas e imaginadas. Con las notas que tomé la vez anterior había terminado mi descripción de la calle de enfrente. Era el turno de la calle desconocida. Volví a pedir mi té con leche y me senté en una mesa retirada, mirando hacia la pared del fondo, porque debía concentrarme en imágenes que mis ojos no estaban viendo. Escuchaba el murmullo de la gente a mi alrededor, pero como tengo la suerte de poder apagar la comprensión del inglés a voluntad, me concentré en el sonido del español que estaba usando para escribir.
Avancé un rato por una alegre calle de Estambul y en un momento de reflexión en el que intentaba imaginar los olores que tendría el río Bósforo en el embarcadero de Eminönü junto al Puente de Gálata, levanté la cabeza y escuché muy cerca de mí una voz que me resultó demasiado familiar. Miré a mi alrededor buscando el lugar de donde venía la voz y me encontré con la señora del sombrero verde, dando instrucciones con mucha amabilidad a una chica que estaba por levantarse de la mesa. Decía algo que tenía que ver con la sopa del día y si es posible un poco de pan con mantequilla. No pude evitar mirarla de frente por un rato, pero la señora parecía instalada en una idea fija y no tenía ojos para el mundo de afuera. Cuando la chica regresó a la mesa observé el mismo gesto que había usado conmigo, el mismo respingo distraído de quien acaba de salir de un sueño.
Me acomodé en la silla para mirar mejor y fingí escribir en mi libreta de notas, cuando en realidad hacía un esfuerzo enorme por escuchar lo que la señora del sombrero verde comenzaba a decir después de tomarse la sopa. No pude seguir el hilo completo de un cuento que había agarrado a mitad de camino, pero entendí que le hablaba a la chica de su frustración por no haber podido continuar en el ballet, que era todo lo que quería hacer en la vida, debido a un grave accidente de tránsito que había sufrido allá por los años sesenta. La joven, que usaba el típico traje de las bailarinas en entrenamiento, escuchaba interesada y conmovida.
*Este cuento está dedicado a Lyo, que siempre me pide que escriba algo menos triste. Esto es lo más alegre que me sale. Espero que alcance.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
1 comentario:
Está buenísimo. Y tiene un aire a La misma, dos veces (¿es el título?). Mirtha.-
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