Era la última semana del Festival. Era miércoles y apenas comenzaba el mediodía. Acababa de salir de una entrevista de trabajo de la que no esperaba ninguna buena noticia. El resto de la tarde se abría ante mí sin piedad, como un abismo dulce. Bajé por Leith Walk para huir del centro y de los panfletos que entregaban en cada esquina de Princes Street muchachas vestidas de brujas o jóvenes saltimbanquis o señores con atuendos a lo Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Al lado de una pequeña tienda de aceites de oliva y vinos italianos me llamó la atención un local que parecía cerrado desde hacía décadas. En la puerta desconchada había un cartel que invitaba a entrar: Venue 106.
Parecía uno de esos eventos en los que el público no tenía que pagar nada más que con paciencia y espíritu de aventura, así que me animé a empujar la puerta. Lo único que perdería sería una hora que de todos modos me sobraba. Caminé por un pasillo largo y casi en penumbras. Unas luces diminutas marcaban el camino al borde del piso, como en los cines. Al fondo a la derecha se abría un escenario tras una cortina negra. Era una pequeña tarima de madera, apenas levantada del piso. Parecía más un cajón de embalaje que un escenario. Una silla ocupaba el centro y de ella colgaba un largo trapo negro. Frente al escenario se alineaban unos cuatro o cinco bancos de madera destartalados. Una mujer esperaba sentada en la primera fila, con las manos quietas sobre las rodillas y los ojos cerrados, concentrada tal vez en algún lejano recuerdo.
Me senté un par de filas detrás de la mujer, un poco a su izquierda. Quería tener un buen ángulo para mirarla y entretenerme con algo mientras el público terminaba de llegar y la obra comenzaba. No había mucho que ver. La sala estaba casi en penumbras, salvo por la tenue luz que iluminaba a medias el cajón que servía de escenario y se reflejaba en la cara de la mujer sentada en la primera fila. Las paredes estaban forradas con una gruesa tela negra que hacía pliegues en las esquinas y producía una sensación de redoblado encierro. Una pisoteada alfombra cubría sólo una parte del piso y disimulaba apenas cables y grietas que cruzaban de un lado a otro.
Creí escuchar pasos de gente entrando y pensé que finalmente alguien más iba a entrar. Pero nadie se aventuró hasta el final del pasillo y por un rato que me pareció inmenso no se oyó nada más. Sólo escuchaba mi propia respiración y ya había dejado de sorprenderme que la mujer que estaba en la primera fila no se moviera. Pensé que tal vez la obra se iba a cancelar por falta de público y que alguien vendría a avisarnos. Traté de recordar escenarios anteriores en los que había estado, la mayoría de ellos mucho más extraños que éste.
Una vez había asistido a una obra que se desarrollaba en el baño de un viejo caserón en George Street. El público se sentaba en el suelo, pegado a las paredes del baño, o a lo largo de un pasillo desde donde se veía apenas lo que pasaba adentro. Dos actores discutían entrando y saliendo desnudos de una bañera que salpicaba agua y espuma durante una hora y media. Otra vez había estado en un pequeño autobús que se llevaba al público de paseo desde el West End a las afueras de Edimburgo y los largaba en el medio de un campo con ovejas y vacas. Los espectadores descubrían, ya tarde, que debían regresar a la ciudad por sus propios medios.
Los cuentos sobre escenarios extraños y obras inusuales eran lo más común del Festival y yo no creía que nada pudiera ya sorprenderme. Estaba preparada para cualquier cosa, pero la espera en aquel lugar oscuro y silencioso me estaba dando sueño y no sabía cuánto tiempo me iba a poder mantener despierta. Creí entender por qué la mujer de la primera fila se había rendido y dormía tranquilamente sin temer que algo la sacara de su letargo. Justo en ese momento escuché como un largo quejido que me inquietó más que asustarme.
El sollozo se convirtió poco a poco en una especie de llanto apagado. La mujer de la primera fila se sacudía muy levemente y lloraba bajito como quien siente vergüenza de estar tan triste. Mi primer impulso fue preguntarle si estaba bien, si necesitaba algo, si podía ayudarla. Pero no me atreví a decir nada ni a moverme porque la mujer parecía agarrar impulso para llorar más fuerte. En segundos, el llanto pasó de ser un quejido discreto a convertirse en un grito entrecortado y casi estridente. No pude evitar pensar que lograba proyectar el sonido de su llanto como una profesional.
Me quedé clavada en mi banco como si una fuerza superior a mí me obligara a escuchar. Aquel llanto que crecía me iba entrando bajo la piel como si fuera mío. Me dejaba arrastrar por el clamor casi desesperado de la mujer que se balanceaba en un doloroso péndulo, sin llevarse las manos a la cara ni secarse las lágrimas, que yo imaginaba que le corrían ya hasta el cuello aunque no podía verlas. Sentí cómo mis propias facciones se contraían y mis ojos se iban humedeciendo. Un nudo terco y duro se me formaba en la garganta mientras recordaba mis tristezas más largas y mis más hondas angustias. Me veía visitando funerarias en las que los seres que había querido recibían adioses en susurros. Mis piernas doblándose de dolor me dejaban caer en el suelo frente a la urna de mi hermana muerta. El llanto de mi madre por el teléfono que gritaba que no, que no, que no puede ser, se confundía con el de la mujer de la primera fila.
Mientras el llanto se prolongaba como por una eternidad recorrí oscuros pasadizos y madrugadas insomnes. Escuché una música que me hacía doler el pecho como una puñalada inmerecida. Palpé un rugoso abismo que se empeñaba en hacer desaparecer el suelo debajo de mis pies. Repetí versos que alguna vez me supe de memoria y que hablaban de los tremendos golpes de la vida. Me hundí en tenebrosos marrones, hondos vinotintos, sangrantes pardos y oscurísimos negros.
Una especie de profundo abatimiento me cayó encima cuando la mujer se quedó de pronto en silencio. Era una pausa cargada de diminutos gemidos, un lloriqueo sordo que amenazaba con estallar de nuevo de un momento a otro. Una tregua llana en la que recordé despedidas y malentendidos, intrigas y traiciones. La voz grave de un hombre que amaba diciéndome que todo había terminado. Mi estómago devolviendo todo en una esquina oscura y húmeda. El vómito en el borde de la acera. El dolor físico de no saber a dónde ir ni qué hacer y no poder soportarlo más.
Entonces el quejido se fue transformando en otra cosa. En algo que al principio no logré comprender. La mujer se había acurrucado en el suelo durante un largo rato y ahora se incorporaba despacio. Sobre las rodillas y las manos, su cuerpo todavía gimiente se acercaba a la silla que esperaba huérfana en el centro del cajón de embalaje que hacía de escenario. Cuando se puso de rodillas apoyándose en el asiento, ya había logrado entender que el sonido que ahora emitía aquella mujer que por primera vez estaba mirando de frente se parecía más a la risa que al llanto. Se secó las lágrimas y miró hacia arriba, hacia la luz. Su rostro se transformó en segundos y sus ojos se llenaron de una alegría intensa y honda. La boca se expandió lentamente hasta formar una sonrisa espléndida que se instaló en su cara por un largo rato como en espera de un acontecimiento, la llegada de alguien o de algo. Tuve tiempo de recomponer mi propio gesto, de recoger una por una mis aflicciones y mis pesadumbres, antes de que la mujer lanzara al aire oscuro de la sala su primera sonora carcajada.
Una incontrolable risa comenzó a crecer y a desbordarse como un río sin cauce. Las manos, que habían estado sobre la falda pálida, se juntaban ahora en el pecho que saltaba en un espasmo de alegría suelta. Sentí aparecer mi propia sonrisa en medio de las lágrimas que no me había secado. Evoqué amaneceres y cantos de pájaros, un sol cegador y caliente, el olor de un niño que acaba de despertarse, el arcoiris nítido sobre una montaña en la remota tierra en la que nací. Vi profundos azules y tiernos verdes, escandalosos amarillos y tibios anaranjados.
La mujer se levantó de la silla para poder seguir riéndose a todo lo que le daba el cuerpo. Carcajadas largas y sonoras rebotaban en las paredes y parecían originar nuevas olas de sonoras y largas carcajadas. Recordé un juguete que tenía cuando era niña. Era una lata que contenía la grabación de una risa de mentira, repetitiva y contagiosa. Volteabas la lata y la lata reía. La volteabas de nuevo y volvía a reir. Mis hermanas y yo hacíamos apuestas. Perdía quien no lograra contener la risa. Yo siempre perdía, riendo a carcajadas locas, perdía una y otra vez.
Cuando ya la risa parecía no caberle en el cuerpo, la mujer comenzó a zapatear. El piso de madera retumbaba acompañándola. Las manos volaban a los lados como si estuvieran apagando un fuego y unas diminutas lágrimas de dicha le brillaban en los ojos. Escuché mi propia risa por primera vez y no me dio vergüenza. Me vi saltando la cuerda en un patio de ladrillos rojos, galopando sobre un caballo gris en medio de la sabana inmensa, respirando fuerte abrazada a un cuerpo desnudo que sentía mío. Escuché una canción tonta que me gustaba tararear por las mañanas y dejé que se me escapara una carcajada justo antes de que se apagara la luz.
Seguí escuchando una risa sorda que se alejaba en la oscuridad y esperé a que la mujer terminara su acto para aplaudirla como se lo merecía. Cuando la escasa luz volvió a encenderse no había nadie en la sala. Sólo estaba yo, con una media sonrisa todavía colgándome en una esquina de la boca seca.
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Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
lunes, 31 de agosto de 2009
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.