Olga vino a verme porque Sere insistió. Me
saludó con cierta distancia, como si no recordara que nos habíamos
visto antes. En vez de sentarse caminó directo hacia el ventanal
desde el que podía verse la mitad de la ciudad, con el río en el
centro y el Ávila a la izquierda. Yo estaba acostumbrada. La torre
de Parque Central en la que sigo trabajando, a pesar de los incendios
y la ruina, tiene esa única ventaja, la vista casi aérea de
Caracas. Quien entra por primera vez no puede evitar pararse frente a
ese espectáculo.
Se quedó ahí mientras yo le contaba los
trámites que ya habíamos iniciado para esclarecer la muerte de
Carla y llevar al responsable a juicio. Describí los procedimientos
habituales, nombré plazos y posibles retrasos, y fui dejando papeles
sobre el escritorio que pensaba que ella iba a querer mirar. Pero
seguía parada frente al ventanal como si no me estuviera escuchando.
Mirar la ciudad desde esta distancia tiene a veces un efecto
hiptótico. Sobre todo si acabas de llegar después de un largo
destierro y sabes que no vas a quedarte. Le hice un par de preguntas.
No respondió. Entonces me senté a esperar que reaccionara.
Traté de no mirar el reloj para que no se
notara que estaba corta de tiempo, como siempre. Pero ella debió
sentirse de algún modo atravesada en el medio del flujo del día y
le dio la espalda a la ciudad para venir a sentarse delante de mí
como si hiciera un esfuerzo que estaba más allá de su capacidad y
de su voluntad. Miró los papeles que habían quedado sobre la mesa.
Levantó una carpeta y la abrió. Parecía estar buscando el modo de
decir algo que no sabía bien cómo expresar. Era como si intentara
traducir un pensamiento desde un idioma antiguo, una de esas lenguas
muertas en las que con una sola palabra se podían decir miles de
cosas.
Te agradezco tanto, Natalia, de verdad. Fue lo
primero que dijo y yo sabía que después iba a venir un pero, un sin
embargo amable y contundente. Era una exigencia que nadie me había
hecho antes. Todos los familiares con los que he trabajado en los
casi treinta años que llevo lidiando con víctimas de la violencia
me han pedido que aclare, que investigue, que insista frente a los
organismos correspondientes para que se haga justicia. Todos me han
exigido saber, enterarse, que los mantenga informados. Olga no. Su
única petición fue simple: no quería saber.
Si tienes que hacer todo esto, me dijo, hazlo.
Por Carla, por mi tía, por los primos que quedan, por los amigos.
Pero no me lo cuentes. Yo no quiero saber quién mató a Carla, ni
cómo, ni por qué. No quiero saber si metieron preso al culpable o
si lo dejaron irse por un tecnicismo o una negligencia penal. Nada de
eso me la va a devolver. No hay ninguna información, ningún dato,
ninguna cifra que me haga sentir mejor. Saber más no te cura de la
tristeza, me dijo. Su voz sonaba tan honda, su cara expresaba un
dolor tan intenso que no pude responder.
Cuando reaccioné ya ella se había parado, se
había puesto el bolso en el hombro y estaba contándome lo que Lena
le había dicho sobre el traslado del cuerpo. Tal vez solo con la
intención de no irse en silencio y de no sonar demasiado brusca al
despedirse. Porque me estaba dejando ahí, en medio de la confusión,
después de decirme que hiciera dos cosas contradictorias: seguir con
el caso hasta poner preso al culpable y no decirle nada. Logré
preguntarle por qué antes de que llegara a la puerta. Entonces se
devolvió y se paró otra vez frente a mi escritorio. No me miraba a
mi sino al cielo que estaba detrás. Los pájaros, las nubes altas.
He visto morir a mucha gente, Natalia. Me fui de
este país cargando con la memoria de mis muertos. Esto no es nuevo
para mi, me dijo. Lo que sí es nuevo es lo cerca que he sentido la
muerte esta vez. Tal vez porque estaba tan lejos cuando lo supe,
porque Carla era tan joven y le faltaba tanto por hacer. Tal vez
porque nunca estás preparada para que alguien menor que tú se muera
primero. Hizo una pausa y volvió a sentarse. Creo que las piernas se
negaban a sostenerla. Dejó caer al piso el bolso que tenía en el
hombro.
Carla no le hizo nunca daño a nadie, dijo. No
estaba en realidad hablando conmigo. Me pareció que más bien
hablaba con el destino, con el universo, con la desgracia misma. Era
el ser más transparente, menos retorcido que es posible imaginar,
dijo. Coleccionaba cajas y dentro de las cajas ponía botones y
piedras, agujas y hebras de pelo. Tomaba las fotos más conmovedoras,
le gustaba el café negro sin azúcar. Quería viajar más, pero
también quedarse para siempre en cualquier lugar en el que
estuviera. Era acelerada y lenta al mismo tiempo. Su imaginación no
tenía fin...
Por un largo rato que ya no sé cómo medir,
Olga siguió recordando a Carla. Cada detalle de su personalidad y de
su vida fue apareciendo en una enumeración que podía sonar caótica
pero que estaba destinada a armar una imagen nítida. Sus ojos
estaban secos mientras hablaba. La voz no cambiaba de tono y más
bien sonaba como una letanía, como un rezo. No hubiera podido
interrumpirla ni que el mundo entero se viniera abajo. Apenas ahora
que trato de recordar todo lo que me dijo, me arrepiento de no haber
grabado aquella larga lista de detalles que formaron al final un todo
sólido.
Cuando dejó de hablar yo tenía delante de mi a
Carla, no como yo la conocía sino como la veían los ojos de Olga.
Una gruesa lágrima se me había instalado en el ojo derecho y me
rodó sobre la cara al intentar decirle algo que no pude. Volvió a
levantarse, volvió a ponerse en el hombro el bolso que había dejado
olvidado en el piso. Volvió a caminar hacia la puerta y antes de
salir volteó a mirarme por última vez y me recordó, para que no se
me olvidara, que ninguna justicia humana ni divina le iba a devolver
lo que Carla había sido. Por eso prefiero no saber, me dijo. Y se
fue sin cerrar la puerta.
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