Una vez leí, en una de esas publicaciones
domingueras que se alimentan de traducciones de las revistas de otros
países, que en un momento determinado, a principios de este siglo,
los ingleses de pronto comenzaron a ir a la ópera. A alguna
periodista curiosa se le ocurrió preguntarle a un profesor de
sociología a qué se debía el fenómeno. O tal vez fue al revés: a
algún profesor universitario que necesitaba impulsar un poco su
imagen pública se le ocurrió hacerse esa pregunta y
divulgar la respuesta en la prensa. Y así terminó
apareciendo en una revista de domingo la razón del insólito auge de la ópera. La razón era que una socióloga,
bastante conocida por los programas que había hecho
para la BBC, se había dado a la tarea de popularizar las ideas de un
conocido profesor francés que sostenía que la clase social no
estaba definida solamente por la riqueza material de la familia a la
cual uno pertenecía de nacimiento, ni por el dinero que uno podía
ganar en la vida sin pertenecer a una familia adinerada, sino por sus
propios gustos culturales. Y ahí entra la ópera. Aparte de leer
libros, asistir a museos y escuchar música clásica, el gusto por la
ópera era uno de esos indicadores que, de un solo golpe, podían
sacarte de la clase media, incluso de la alta clase media, y ubicarte
en esa cosa ambigua que se llama la élite. La crema de la crema,
pues.
Glinda escuchó la historia sin interrumpir,
casi sin gesticular. Luna le había advertido que si quería que la
Nena le contara algo tenía que dejarla irse por las ramas, dar
vueltas, divagar, porque esa era su manera de encontrarse con su
propia memoria. No valía la pena intentar llevarla a un punto
concreto. Al contrario, cualquier interrupción la hacía detenerse
en seco. Era mejor hacerle una pregunta general y dejarla hablar. En
algún momento, en medio de historias que no tenían tal vez nada que
ver con nada, la Nena podía soltar un dato relevante. Si había
suerte, incluso podía contarte la historia entera no solo de Blanca
sino de toda su parentela. Pero había que dejarla hablar. Por eso,
le había dicho Luna, si quieres tener un mínimo chance de enterarte
de lo que la Nena sabe de Blanca, vas a tener que instalarte en su
casa por lo menos cuatro días. Tómatelo como unas vacaciones, le
había dicho Luna. Y llévate una cámara, dijo, la casa de la Nena
es preciosa y si no consigues nada más, por lo menos te vas a llevar
unas cuantas buenas fotos.
Y ahí estaba Glinda, comprobando en carne
propia, como se dice, la verdad irrefutable de que no había manera
de hacer que la Nena se centrara en un tema de conversación
medianamente coherente. Los días habían transcurrido casi iguales
desde el viernes que subieron la cuesta donde estaba la casa en la
que la Nena se había instalado desde hacía ya casi diez años. Se
levantaban más bien tarde, alumbradas con el espléndido sol que
parecía rebotar en las montañas que rodeaban la casa. Desayunaban
juntas después de darle comida a los perros y a los gatos, a los
pájaros y a las gallinas. Nada de jaulas, decía la Nena todas las
mañanas. Aquí alimentamos a las gallinas para que sigan viviendo y,
si tienen a bien, nos dejen robarles un par de huevos cada mañana. Y
a los pájaros les damos comida por puro amor al arte. El trabajo de
alimentar a los animales les llevaba casi una hora pero era tal vez
el mejor momento del día. Acostumbrados a la rutina mañanera, los
pájaros parecían estar ya esperando su ración diaria y armaban un
escándalo que era la definición misma de la alegría.
Durante el desayuno Glinda comenzaba a tantear
el tema recordando alguna anécdota de los tiempos del Barrio Chino.
Luna me contó que tú eras la que habías inventado el juego de
contar los cuentos, decía, por ejemplo. La Nena arrugaba la frente
mientras jugaba con las migas de pan que habían caído sobre el
mantel y comenzaba a hablar. No había manera de saber por dónde iba
a agarrar el hilo de la historia ni hacia dónde iba a dirigirse. Una
vez que arrancaba era como si se lanzara a un río y se entregara a
la corriente sin resistencia. Su memoria era errática porque el río
al que se lanzaba era siempre diferente. Pero era de una precisión
que asustaba. Cuando entraba en un recuerdo podía recuperar hasta el
más mínimo detalle. La entrega era tal que a veces tenía que
cerrar los ojos para dejarse estar ahí
sin que el presente le hiciera ruido. En esos momentos parecía
entrar en una especie de trance. Como si fuera una de esas mediums
que se dejan penetrar por un espíritu que habla a través de ellas.
Así era la capacidad de la Nena de recordar. Y por eso era casi un
sacrilegio interrumpirla con preguntas. Si se salía de ese trance ya
no había manera de hacerla volver.
Aquel día estaba hablando de las clases
sociales porque Glinda, por puro descuido, había hecho un
comentario, en un raro momento de silencio, sobre las copas de
cristal de Bohemia que alguna vez vio en casa de su abuela cuando era
niña. Entonces la Nena había hecho ese gesto de arrugar la frente y
tocar el objeto que parecía transportarla hacia el pasado. Esta vez
era el borde de un vaso. Un vaso de cristal que alguien le había
regalado veinte, treinta años atrás y había sobrevivido por
milagro a todas sus mudanzas. La historia había comenzado como una
larga disertación sobre los objetos que en otro tiempo simbolizaban
estatus social. Los cubiertos de plata, las lámparas Tiffany, las
alfombras persas, los gobelinos.
De ahí había saltado a las prácticas culturales, como ella
pomposamente las llamaba. Y por eso estaban hablando en aquel momento
de la ópera. Glinda intentaba seguir el hilo de la historia porque
ya había aprendido, después de dos días escuchándola, que la Nena
podía saltar de pronto de lo general a lo particular y de ahí a lo
íntimo. Si Glinda no estaba atenta se podía perder el momento
exacto en el que ese salto iba a producir la revelación que estaba
esperando.
Entonces los ingleses comenzaron a asistir a la
ópera, dijo. Las entradas se agotaban en todas las funciones y los
pocos teatros que todavía presentaban óperas se vieron de un día
para otro saturados de gente que quería afiliarse y mantener palcos
fijos y ser miembros de la sociedad protectora de la ópera o como
sea que se llame allá el club exclusivo de los amantes de esa forma
anacrónica de contar historias trágicas. Cuando la Nena rondaba un
tema que no era más que un pórtico para entrar en el cuento que de
verdad quería contar movía los ojos alrededor del espacio que tenía
enfrente como si buscara en el aire las palabras que necesitaba usar
para la frase siguiente. Y cuando sentía que estaba cerca de la
corriente que iba a atraparla, hacía una breve pausa y prendía un
Marlboro rojo. Con el humo de la primera bocanada venía la historia
que Glinda estaba esperando. Así era la familia de Blanca, dijo al
fin.
Vivían en una de esas viejas casonas de La
Florida. Una casa con un jardín tan enorme que tenía espacio para
tres matas de mango centenarias y cuatro
chaguaramos que por la altura debían estar también por los cien
años. Ese tipo de casas que ya no existen porque las derrumbaron
todas para hacer edificios. Muchos años atrás se podía llegar
hasta la puerta misma con el carro. Es posible que la idea original
del diseño de aquella fachada tan fin de
siglo intentara imitar una de esas casas
señoriales en las que los personajes llegaban en carruajes tirados
por caballos. Un carruaje fantástico que se detenía frente al
portón de la entrada debajo de un techo que protegía a los
pasajeros del sol y la lluvia mientras eran ayudados a desembarcar
por una flotilla de sirvientes que los trataban como delicados
paquetes que había que depositar sin manchas ni arrugas en el
recibidor en el que la familia en pleno los esperaba.
Ese techo se convirtió después en un porche
rodeado de trinitarias
y poblado de sillones de mimbre y un par de mesitas donde la vieja
sirvienta instalaba enormes jarras de limonada o de jugo de patilla
con naranja en las tardes calientes de julio cuando eran niñas.
Porque Blanca y la Nena habían sido niñas juntas aunque Glinda
todavía no entendía muy bien cómo. Del porche con enredaderas,
muebles de mimbre y jarras de jugo de patilla, la Nena pasó
lentamente a la entrada, donde había un inmenso mueble de caoba en
el que, en otros tiempos, se guardaban los sombreros y los bastones y
que ahora servía para exhibir parte de la cristalería más antigua
de la casa. Los detalles sobre el modo como se distribuían en aquel
mueble las copas y los vasos le indicaron a Glinda que aquella iba a
ser una larga jornada. Las cortinas, las lámparas, las alfombras, el
escritorio del padre de Blanca, el tapizado de las paredes, el estilo
Luis algo de los muebles de la sala, todos los detalles de la
decoración de la casa en la que Blanca había crecido pasaron por
delante de los ojos de Glinda que escuchaba paralizada. Cuando el río
del recuerdo la llevó a la cocina y de ahí al cuarto de atrás,
donde dormían las dos mujeres que trabajaban en la casa cocinando,
limpiando, haciendo las camas, lavando y planchando, el recuerdo se
materializó de una manera cada vez más intensa. Era como si la
trastienda de aquella casa espectacular se reconstruyera frente a
ellas incluyendo colores, olores, texturas, sabores.
Fue entonces cuando
Glinda entendió el lugar que ocupaba la Nena en esa historia. Ella
era la hija de la cocinera. Su mamá era una señora pequeñita y
arrugada desde siempre, con el pelo tenso apretado en un moño en la
nuca, que
preparaba los
platos más deliciosos. De
ahí le venía a la Nena el amor por la cocina. Igual que en su
infancia, en todas las casas que había vivido la Nena, que eran
muchas, la cocina siempre ocupaba el centro de la atención. Todo
sucedía en su vida alrededor de platos de abundante comida. Dormían
en el cuarto de atrás, como lo llamaban todos en la casa. Un cuarto
pequeñito y sin ventanas en el que se amontonaban las dos sobre una
cama individual. Para ir al baño tenían que salir al patio de
atrás, pasar por un descampado en el que había loros, morrocoyes y
gallinas, y destrancar una destartalada puerta que después que se
abría por fuera ya no se podía cerrar por dentro. En el baño había
una poceta viejísima sin tapa y una ducha que soltaba un chorro
grueso y salpicaba todo el piso que después había que secar con un
haragán destartalado.
En esas condiciones precarias vivió la Nena
durante sus primeros ocho años y en todo ese tiempo observó las
minucias cotidianas de la vida de aquella familia compuesta
por los padres de Blanca, sus tres hermanos y la abuela casi
centenaria que gobernaba la casa desde el rincón en el que estaba
instalada su mecedora de mimbre y madera oscura. La Nena sentía un
pánico instintivo frente a aquella matrona de ojos desafiantes. La
matrona apenas podía moverse y se levantaba sólo para comer, ir al
baño y subir a acostarse. El trayecto desde el piso de abajo donde
se instalaba el día entero a tejer y a dar órdenes inapelables
hasta el piso de arriba donde dormía en una inmensa cama que alguna
vez había compartido con su difunto marido se hacía en dos partes.
Primero el hermano mayor de Blanca la subía cargada hasta el
descanso en medio de la imponente escalera de madera. Después ella
insistía en que podía subir sola el
resto del camino y lo hacía, terca y
lentamente, un pie primero y el otro después, una mano agarrada de
la baranda, la otra en el brazo de quien la estuviera acompañando.
Cada tanto la abuela convocaba a alguna de las
mujeres que trabajaban en la casa para dar una orden que era
necesario cumplir sin importar lo absurda que fuera. Una vez llamó a
la mamá de la Nena y le pidió que le preparara unas arepas de maíz
pilado sin importar que nadie hubiera vuelto a hacer arepas de esa
manera desde que existía la harina de maíz precocida. En otra
oportunidad le pidió buñuelos bañados con la miel de las abejas de
la granja sin tener en cuenta
que la granja en la que había pasado su infancia hubiera
dejado de existir más de medio siglo atrás. La abuela había
llamado también a la Nena una vez para darle una orden. Pero la Nena
no estaba de ánimo de dejarse llevar por ese recuerdo en particular
y decidió más bien enfocarse en el piso
de arriba donde dormían los varones en un cuarto enorme y Blanca
sola en su cuarto de princesa consentida. No debió ser nada fácil,
pensó Glinda mientras la escuchaba, vivir cada día en medio de
aquel tremendo contraste. Porque el cuarto de
Blanca era el opuesto exacto
al cuarto en el que la Nena dormía con su mamá. Era
una habitación amplia y luminosa, con
una inmensa ventana que daba al patio por
donde entraban el olor de los mangos y el ruido de los pájaros que
anidaban en los árboles. Tenía una colección de juguetes que
parecía infinita. Muñecas, sobre todo. Pero también peluches y
pelotas, materiales para armar casas y pequeños utensilios de
cocina, tacitas y teteritas, platicos y copitas. Cuando Blanca se
aburría de jugar sola llamaba a la Nena y la obligaba a sentarse con
su pulcro vestido de algodón y sus chanclas gastadas en medio de
aquella abundancia.
En el último cumpleaños alguna de las tías le
había regalado a Blanca un juego de cuatro copas de cristal. Eran
pequeñas y transparentes como una burbuja de jabón. Blanca las
hacía sonar mojándose los dedos con saliva. Prueba tú, le dijo un
día. Incluso a esa edad la Nena tenía una idea muy clara de lo que
se sentía estar en una posición vulnerable. Había nacido con esa
especie de instinto para reconocer lo que no se debe hacer y por eso,
al principio, se negó. Pero cuando Blanca daba una orden era lo
mismo que cuando lo hacía
la abuela. No era posible negarse. Entonces la Nena hizo un primer
intento. No con saliva, porque eso de que la hija de la cocinera
llenara de su saliva las copas de cristal no era algo que se
pudiera siquiera imaginar. Por eso Blanca
había echado
un poco de agua en una copa y
le había demostrado lo que
tenía que
hacer. Cuando el dedo húmedo se
deslizaba sobre el finísimo borde surgía un sonido que parecía
venir de todas partes y de ninguna. Un sonido que lo invadía todo y
se quedaba instalado en las cosas por un largo rato, reverberando.
Ahora tú, le dijo Blanca. Con mucho susto, con
la certeza de que ese no era su lugar, la Nena se mojó el dedo y
tocó con delicadeza el borde de una copa vacía. Su dedo produjo un
sonido nítido, cantarín, hermoso. Blanca se le quedó mirando con
una especie de sospecha pintada en la cara. Entonces agarró la copa
que la Nena había hecho sonar y la puso al lado de la copa que ella
misma había tocado antes. Hizo sonar las dos varias veces, como si
quisiera determinar la razón por la que el sonido producido por el
roce del dedo de la hija de la cocinera era más delicado y más
hermoso del que ella podía producir.
Mientras contaba aquella vieja historia la Nena
movía su dedo de adulta alrededor del filo del vaso que tenía
enfrente, tal como lo había hecho tantos años antes con su dedo de
niña y trataba de imitar aquel sonido que tenía guardado en la
memoria. El canto
de las copas de cristal. Glinda la escuchaba en vilo, intentando no
hacer un solo ruido que pudiera distraerla. La Nena entendió de
inmediato que cada copa sonaba diferente dependiendo de la cantidad
de agua que tuviera adentro. Un rato después, con las cuatro copas
delante llenas de agua a distintos niveles, la hija de la cocinera
componía una melodía extraña y sublime tocando los bordes de
cristal transparente. Esa fue la última vez que Blanca la invitó a
jugar con ella en su cuarto.
Por más que lo intentó, en los días que
siguieron Glinda no pudo hacer que la Nena le contara mucho más de
su relación con Blanca, más allá
de un par de frases sueltas por las que
se enteró de que aquella convivencia
había terminado de pronto cuando su mamá la mandó a vivir a casa
de una tía. Había sido un cambio brusco y a la Nena le había
costado adaptarse. Pero desde
ese primer transplante comenzó a aprender a vivir sin raíces y eso
siguió haciendo por el resto de la vida. La casa en la que estaba, a
donde Glinda había ido a visitarla por recomendación de Luna, era
la casa en la que había vivido más tiempo en toda su vida. Era una
casa prestada. Unos profesores jubilados que se habían ido del país
se la habían dejado en custodia. No tenía que pagar alquiler. Sólo
tenía que encargarse de mantener todo en orden, de cuidar las
plantas y los animales, de ocupar la casa para que nadie la
invadiera. Más bien era ella la que se había dedicado a invadir la
casa poco a poco. En cada rincón había algo que la Nena había
puesto para que el lugar se pareciera más a ella. Muñecas de trapo,
matas de malanga que hacía retoñar por todas partes dejándolas en
agua unos días, gatos de mentira y de verdad, imágenes de la divina
pastora, la virgen larense.
Cuando ya Glinda había perdido toda esperanza
de recuperar una sola imagen más de la infancia de Blanca, la noche
en la que la Nena le preparó una cena de despedida, se produjo en el
medio de los postres uno de esos silencios que anunciaban recuerdos.
La Nena comenzó por explicar
la receta de la deliciosa torta de queso
que estaban comiendo, recordando que era la favorita del papá
de Blanca y que era el plato especial que pedía sin falta para el
día de su cumpleaños. Mientras disfrutaba
la mezcla de dulce con salado que hacía de aquella torta un plato
que solo
podía fascinar a quien fuera capaz de vincularlo con un viejo
recuerdo, la Nena buscó la caja de Marlboro rojo, prendió
un cigarro y cerró los ojos.
Una de sus tareas era ayudar a Blanca a
vestirse, peinarse y ponerse las medias y los zapatos cuando había
una fiesta o alguna ocasión especial. Y aquel día en que su papá
cumplía años era una de esas ocasiones en las que la niña de la
casa necesitaba ayuda para engalanarse. La señora Berta, que era la
encargada de lavar y planchar y que no vivía con ellas sino que
venía a la casa dos veces por semana, le había dado a la Nena el
vestido que debía subir al cuarto de Blanca. Lo había hecho con
abundantes instrucciones sobre cómo cargarlo, levantarlo, ponerlo
sobre la cama y luego sobre el cuerpo limpio de la niña que ya
estaba por salir del baño. La Nena había subido con su preciado
cargamento aterrada por la posibilidad de trastabillar y caerse. Con
los brazos adoloridos y las piernas tensas había llegado por fin al
cuarto de Blanca y había empujado la puerta entreabierta con la
cadera, sin molestarse por cumplir con la obligación de tocar antes.
La Nena necesitó prender un cigarro nuevo con
la colilla del que se estaba fumando para poder entrar de lleno en el
recuerdo de lo que había visto detrás de aquella puerta. Sobre la
cama estaba Blanca totalmente desnuda. Y encima de ella su padre, el
cumpleañero, vestido a medias. Pasaron años antes de que la Nena
pudiera entender lo que aquella imagen significaba. Pero el grito que
salió de su garganta, el estropicio de telas regadas por el piso
cuando abandonó su preciada carga y la carrera escaleras abajo
gritando cosas incomprensibles fueron para ella razón suficiente
para explicarse la expulsión que sufrió apenas unas semanas
después. Cuando la instalaron en casa de aquella tía que iba a
terminar de criarla su memoria se mantuvo fija por mucho tiempo en la
imagen del vestido pisoteado.
Hasta que años después se reencontró con Blanca en la universidad
y toda la escena volvió intacta a su mente, como si hubiera sucedido
en ese mismo instante.
El día que le tocaba despedirse Glinda la miró
largo como si quisiera pedirle un último favor. La Nena entendió
sin que mediaran palabras y sin ningún preámbulo ni adorno le contó
el resto de la historia a grandes rasgos. Nunca fuimos amigas, le
dijo. Blanca nunca me vio como una persona igual a ella. Dejamos de
vernos por diez años y cuando nos encontramos en la universidad
Blanca no me reconoció. Tuve que recordarle quién era yo y cuando
encontró finalmente en su cabeza el recuerdo de la hija de la
cocinera me miró como quien mira de frente un mal pensamiento. Nos
perdimos de vista muchas veces a lo largo del tiempo. Blanca nunca
quiso tener nada que ver conmigo. Si coincidíamos en alguna reunión
me saludaba apenas y luego se iba al otro extremo. Supe de ella cada
vez que daba a luz, porque alguien siempre me llegaba con el cuento.
Cuando comenzó a salir con Guillermo nos vimos un par de veces,
hablamos apenas. Guillermo se encargó de los niños y se vino a
vivir con nosotros al Barrio Chino cuando tu
mamá desapareció. Yo los
quise a ustedes
tres como si fueran mis hijos.
Eso es todo. No hay nada más que contar. No hay ningún misterio.
Mientras espera en la orilla de la carretera a
la camionetica que la va a llevar al centro de la ciudad, Glinda
repite esa última frase como si fuera un encantamiento. No hay
ningún misterio. Cuando habló con la Nena para pedirle que la
dejara pasar aquellos días conversando con ella, le había dicho que
era una periodista que estaba escribiendo una semblanza de la vida de
Blanca. No quiso decirle quién era y no usó su propio nombre. Fue
suficiente que mencionara a Luna y a Olga. Pero la
Nena había adivinado en algún momento quién era ella y eligió el
último instante
para hacérselo saber. Y ahora que sabía
que su abuelo había abusado de su mamá, quién sabe cuántas veces
y por cuánto tiempo, tenía tantas preguntas que sintió el impulso
de regresar y pedirle
a la Nena que le contara más.
Pero sintió vértigo cuando volvió a sacar la cuenta que había
sacado tantas veces. Blanca nunca quiso decirle quién era su papá.
No le mostró fotos ni le echó
los cuentos que sí les contaba
a sus dos hermanos sobre el lugar y la hora en que habían sido
concebidos. Martín y Glinda tenían en su cabeza
una fantasía. Eso era verdad. Pero
aquella historia fantástica sobre sus respectivos padres era mucho
mejor que el silencio que Blanca había guardado siempre alrededor de
la fecha y el lugar en el que Ninfa había comenzado su existencia.
Después de revelarle que sabía quién era, la
Nena le había confirmado que Blanca se había ido de su casa
embarazada y que la abuela había sido la primera en repudiarla
cuando la barriga comenzó a notarse, sin importar que fuera casi una
niña. Dieciséis años apenas, había dicho la Nena. Entrando a la
ciudad la camionetica dió
un salto en un hueco y Ninfa sumó
16 más 42. El resultado era
el número exacto que había
sido cada vez que sacaba
esa cuenta. Los cincuenta y ocho años que cumplió Blanca apenas un
mes antes de morir. Con aquella cifra en
la mente Glinda caminó por las calles sin rumbo fijo. En una
esquina, dentro de una casa de altas ventanas coloniales en la que
habían instalado un restaurant, un niño jugaba con cuatro copas
llenas de agua. El sonido del cristal la acompañó toda la tarde.
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