Mientras la veía elegir la llave de
la reja con manos firmes no pude evitar pensar qué estaría haciendo
yo en su lugar. ¿Me hubiera metido en la cama y me hubiera negado a
salir de ahí por una semana? No. Estaría haciendo exactamente lo
mismo. Tal vez dos días más tarde. No sé. Pero tarde o temprano
hubiera llegado al apartamento de mi hermana muerta a recoger sus
cosas, a mirar por última vez el lugar en el que vivió. Tarde o
temprano me hubiera enfrentado a los olores, los objetos, la ropa y
los libros, tal como estaba a punto de hacerlo Olga en el apartamento
de Carla.
Intenté retrasar aquel encuentro,
no porque no creyera que debía ocurrir, sino porque pensaba que era
demasiado pronto. Y porque nadie había entrado allí desde que Carla
salió de su casa en la mañana del día en que su tiempo se acabó.
Es una estupidez insistir en lo obvio, pero ella no sabía que no
volvería. Así que salió sin despedirse, sin tomar previsiones, sin
guardar o esconder lo que podía avergonzarla ante ojos extraños. Es
verdad que Olga no era una extraña. Pero todos somos hasta cierto
punto extraños ante las miradas ajenas, por mucho que esas miradas
sean de la gente más cercana.
Cuando entramos tuve el
presentimiento de que Olga sintió esa distancia que la separaba de
la vida de su hermana. Después de todo, tenían años sin verse.
Hablaban. Claro que hablaban. Tal vez una vez a la semana. Y sin duda
se escribían al menos una línea cada dos días. Pero la vida
cotidiana, que es a fin de cuentas la vida misma, no se comparte a
través de fotos o mensajes de texto. La vida es este desorden de
ropas y papeles. Una olla dejada sobre la hornilla con un resto de
leche. Libros abiertos sobre la mesa.
Olga entró en la cocina primero.
Abrió la nevera, donde apenas había un litro de jugo, un queso en
un pote plástico, una cebolla y dos pimentones en la gaveta del
fondo. Revisó después el freezer. Nada se había dañado, pero
había que sacar todo y limpiar la nevera antes de apagarla. Miró la
cafetera y la leche sobre la cocina y el plato con la cuchara y la
taza que parecían abandonados en el fregadero. Me comentó que
habían comprado juntas aquella greca en Roma, la última vez que se
vieron. Se agarró fuerte del borde del lavaplatos, como si
necesitara recuperarse de un mareo.
Le ofrecí preparar café y me puse
a lavar todo sin esperar respuesta. Olga salió de la cocina y se
sentó un rato en la mesa del comedor. No podía escucharla mientras
lavaba los platos y preparaba la greca para colar café. Pero podía
imaginarla observando las fotos, esas fotos que Carla había tomado y
que le gustaba imprimir en papel mate y poner entre dos vidrios sin
marco para colgarlas en las paredes. Cada vez que yo visitaba a Carla
había fotos distintas alrededor de la casa. Aquella era su galería
personal.
Cuando salí de la cocina con la
cafetera humeante y dos tazas de peltre en una bandeja, Olga estaba
mirando un álbum que había quedado sobre la mesa. El álbum
guardaba las fotos de los niños que Carla había tomado durante
años. Esa había sido, tal vez, su primera idea para una serie. Cada
vez que veía un niño le pedía a su madre, si estaba cerca, que le
permitiera tomarle una foto. Si el niño estaba solo le pedía
permiso directamente. Los había fotografiado en la ciudad y en el
campo, en centros comerciales y en terrenos baldíos. Había
acumulado cientos de fotos de niños.
Una vez le dije que estaba
fotografiando el futuro, me dijo Olga mientras pasaba las páginas y
se detenía en una cara o en otra. Entonces Carla me mostró la serie
de los viejos, muerta de la risa, y me preguntó si aquello
significaba que estaba fotografiando también el pasado. Olga quería
sonar, si no alegre, al menos resignada. Pero no le salía. Su
tristeza estaba enterrada en cada sílaba. Miró el Ávila azul y
verde que asomaba más allá de la ventana. Y luego volvió a
recorrer con la vista las paredes.
Ni una foto de ella, dijo. Las
únicas fotos que tengo de Carla se las tomé yo misma, siempre
cuando estaba distraída. No le gustaba que la retrataran. Prefería
estar del otro lado de la cámara. La moda de los selfies no la había
alcanzado. Parecía pensar que el mundo era demasiado interesante
para perder el tiempo tomándole fotos a la misma cara que veía en
el espejo cada día. Lo de ella era descubrir algo nuevo. Mirar hacia
afuera, a los demás, a los otros.
En la biblioteca que cubría una
pared completa de la sala, del piso al techo, había un estante
lleno de álbumes como el que Olga estaba mirando. Allí estaba su
serie de viejitos, pero también estaban las series de los bancos de
plaza, la de los faroles, las piedras, las ventanas, las hojas, las
estatuas, los charcos, los anuncios, los cielos, las cercas de
alambre de púas. Tenía buen ojo para mirar y veía todo desde un
ángulo propio. Sus fotos decían más cuando estaban juntas que
cuando permanecían solas, separadas entre sí. Sus series eran como
los distintos párrafos de un cuento o los capítulos de una novela.
No tenían sentido por su cuenta sino cuando aparecían junto a otras
similares, en aquellas series interminables.
Botones, dijo Olga tocando con la
punta de los dedos una cajita de madera pintada de colores. Abrió la
tapa y descubrió que adentro había tres piedras. Una gris, una
blanca y una negra. Se había inclinado sobre la mesa bajita que
ocupaba el centro de la sala, donde estaban algunas de las cajas que
Carla había coleccionado desde que era una niña. Eran muchas. No
parecía posible contarlas, porque estaban en todas partes. Sobre la
mesa había tal vez veinte o treinta. Las demás estaban regadas en
los estantes de la biblioteca. Hacía mucho tiempo habían inventado
ese juego que era una variante del juego de la memoria. Tocabas una
caja y tenías que adivinar qué tenía adentro. Carla se acordaba de
cada una de las cosas que guardaba en ellas. Por eso ya no la
dejábamos jugar.
Puse dos dedos sobre una caja
tallada en piedra y dije hilos. Olga abrió la tapa y me mostró los
botones rojos, marrones y negros que había adentro. Entonces, sin
intentar adivinar, fue abriendo una por una las cajas. Había cajas
de metal y de piedra, de vidrio y de cerámica, de fieltro y de
latón, de paja y de madera. Esta es mi favorita, dijo, levantando
con cuidado una cajita blanca, tallada en hueso, en la que un gato
dormía sobre una silla con la cola estirada hasta el piso. Al
levantar la tapa se veía un espacio minúsculo en el que Carla había
dejado caer un diente mínimo. Un diente de leche.
Terminamos de tomarnos el café y
bajamos al nivel inferior, en el que estaba la habitación de Carla,
el baño y un pequeño cuarto de huéspedes donde había un sofá-cama
y una hamaca de moriche colgada de una esquina a la otra. La seguí
despacio. No quería molestarla, pero tampoco quería dejarla sola.
Se paró frente a la puerta del cuarto principal y miró hacia
adentro como quien mide lo hondo de un pozo antes de lanzarse. Entró
y se sentó en la cama, mirando hacia la pared vacía. La única
pared en la que Carla no había colgado ni una sola foto.
No lo vas a creer, me dijo, pero
nunca había entrado a este cuarto. La única vez que estuve en este
apartamento, Carla me hizo una visita guiada muy rápida. Se paró
ahí, dijo Olga señalando el breve rectángulo antes de la puerta, y
me dijo ese es mi cuarto. Puso mi maleta en el cuartico en el que
dormí un par de noches y me mostró el baño. Me explicó cómo
funcionaba la llave de la ducha, que tenía una manía, y me dijo
dónde estaba todo. Después subimos a la sala y nunca más volví a
ver esa puerta abierta.
Todo el mundo necesita un espacio
propio, dije por decir algo. Olga se levantó y abrió el closet.
Supongo que le sorprendió, tanto como a mí, ver que los estantes
estaban casi vacíos y que había apenas tres o cuatro ganchos
ocupados, de los que colgaban dos pantalones y una falda. Aquel vacío
parecía contradecir el abigarrado espacio que habíamos dejado
arriba. Mientras en la sala se acumulaban fotos y libros, cajas y
papeles, cuadernos y letreros. Ahí abajo, en su espacio propio,
Carla mostraba su voluntad de despojo.
La casa de arriba parecía
pertenecer a una persona diferente de la que vivía ahí abajo. Una
era generosa y espléndida, la otra era recatada y austera. La que
acumulaba objetos era diametralmente opuesta a la que mantenía sólo
cuatro pares de medias y tres sostenes en las gavetas desiertas. Era
como si el lado atiborrado de su personalidad necesitara
complementarse con una mitad vacía, ocupada sólo por lo
indispensable.
No supe en qué momento Olga se
desplomó. Creo que sólo me di cuenta cuando la vi en el suelo justo
después de alargar la mano y llevarse a la cara una de las pocas
camisas que estaban dobladas frente a ella. Me arrodillé y traté de
levantarla. Estoy bien, me dijo. No lloraba. Sus ojos estaban secos y
muy abiertos. Volvió a oler la camisa y me la pasó. Despedía un
nítido perfume a detergente o a suavizante de ropa.
No recuerdo a qué olía mi hermana,
me dijo. Ya nunca voy a saberlo.
..
.
1 comentario:
El cuento está muy bien escrito, la sensación de desolación que transmite te deja palmado. Me gustó mucho. Quisiera saber si estás de acuerdo en compartirlo en Los Furbantes, una publicación online donde publicamos autores que nos gustan.
Te dejo el link y mi mail
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