Me llamo Olga Espinal, dijo
extendiéndome una mano firme. Tú debes ser Lena, agregó sin
preguntar. Yo la había visto venir desde la esquina con un paso
decidido y al mismo tiempo receloso. Tenía ese andar de los que se
obligan a enfrentar el mundo, pase lo que pase. Aunque sólo usaba
unos pantalones color caqui y una camisa de algodón blanco, se
notaba a leguas que ya no pertenecía.
Llevaba el pelo recogido en una cola
baja desde la que su pelo se desparramaba bajándole por la espalda
en un reguero de bucles negros. Una línea de canas partía del
centro de la frente y marcaba un camino plateado de punta a punta que
era lo único cierto en aquella maraña de rizos. De lejos parecía
más alta porque se notaba que había aprendido a andar erguida y que
sabía sacarle provecho a los breves tacones que usaba con soltura.
Pero al verla de frente me di cuenta de que era más bajita que yo.
Cuando le indiqué que pasara
adelante dudó y se paró en el umbral a dejarme pasar. Era como si,
en lugar de amabilidad y buenas maneras, necesitara a alguien que le
dijera por dónde andar y qué hacer sin ninguna pérdida de tiempo.
Estaba claro que había venido a cumplir con un trámite y que quería
hacerlo lo más pronto posible. Le ofrecí agua y café. Dijo que no,
que gracias, que no le entraba nada en el estómago desde el día
anterior. Recordé que Patricia me había contado que la había
buscado en el aeropuerto y que había sido un trayecto tenso. Unos
motorizados las habían rodeado en la cola de la autopista.
—No debe ser
fácil volver después de tanto tiempo —dije para acortar el
silencio mientras atravesábamos pasillos y puertas y oscuras
escaleras.
No respondió. Se sentó en la silla
que le indiqué. Sacó del bolso un abanico blanco y comenzó a
echarse aire respirando hondo. Los calorones, me dijo, la menopausia.
Entré en la sala y revisé que hubieran hecho todo como lo había
indicado. Desde temprano en la mañana había supervisado yo misma
que ese espacio estuviera listo para recibirla. Era una amiga de toda
la vida de Patricia y de Sere y era lo menos que podía hacer.
Mientras daba órdenes a los dos asistentes y movía muebles y
cambiaba sábanas reconocí, una vez más, que hasta para mostrar los
muertos teníamos distintos escenarios. Acomodábamos un espacio casi
íntimo para los nuestros. A los otros los dejábamos ver tal
como estaban. Sin ninguna ceremonia.
Me acordé de aquella mujer que vino
un día a reconocer a su hijo mayor y en el mismo momento se encontró
entre los caídos del fin de semana al menor. Todavía me resuenan en
los oídos sus gritos de impotencia. La hicimos entrar en una sala en
la que estaban todos juntos. Nadie se había tomado la molestia de
cubrirle la cara a los demás. Creíamos que sólo importaba el
cuerpo que venía a reconocer y que, en medio de su dolor, no se
fijaría en los otros cadáveres que esperaban también a sus
familiares. Nos equivocamos tanto que ya apenas nos damos cuenta. Y
la culpa se nos amontona en la memoria como los cuerpos amoratados
que desalojamos cada tanto para dar paso a los que van llegando.
Le pregunté si estaba lista y dijo
que sí con la cabeza mientras se levantaba de la silla. Esta vez yo
me quedé en la puerta y le di paso. Entró sin apartar la vista de
la camilla cubierta con una sábana verde. Se paró a un lado con las
manos cerradas en puño apretando el bolso de lona que le cruzaba el
cuerpo y le servía de escudo. Tenía una mueca tensa en la cara. Era
un gesto que yo había visto muchas veces. Me sorprendía siempre
preguntándome si había en aquel gesto un último ruego, una
esperanza. Que no sea él. Que no sea ella. Hasta el último minuto
todos esperan que no sea verdad.
Le volví a preguntar si estaba
lista. Esta vez dijo que sí con una voz gruesa y seca, atragantada.
Levanté la sábana y la doblé a la altura del cuello, cuidando de
que no quedara a la vista la incisión de la autopsia. La oí
respirar hondo y vi cómo su cara se fue transformando. La esperanza
que tenía de encontrarse con alguien desconocido seguía allí al
mismo tiempo que se iba trasmutando en otra cosa. Una revelación. El
anuncio contundente de una verdad irremediable. Y después el dolor.
Un dolor neto.
No sé por qué comencé a hablarle
de las heridas. Me escuché decir que había sido la cercanía del
disparo y la trayectoria y el punto exacto en el que habían
impactado los perdigones lo que le había causado la muerte. Cuando
entré por la ancha avenida de ese discurso forense que convierte a
la muerte en un procedimiento ya no pude parar. Mi voz sonaba como un
manual de instrucciones. Seca, inhóspita. Iba sola, por su cuenta, y
yo no tenía ningún control sobre su impulso de seguir adelante
explicando el horror como quien describe un mecanismo de relojería.
Dije que sólo habían pasado unos pocos segundos antes de que
perdiera la conciencia. Que tal vez no había sentido dolor alguno.
Fue su cuerpo golpeando contra el
piso helado lo que me hizo callar. Se había derrumbado en un
segundo. No tuve ni tiempo de impedir que se golpeara el codo, el
hombro, el pómulo izquierdo. Pedí ayuda y la sacamos a la salita de
espera. La revivimos con un poco de vinagre y le dimos agua con
azúcar. Es ella, me dijo, como si eso fuera lo único que le quedara
claro. Patricia ya había venido a reconocerla y todo aquel trámite
era innecesario. Ella lo sabía y aún así ahí estaba. Hace mucho
tiempo aprendí que no hay manera de evitarle el dolor a los que
pierden a alguien. Sólo se puede aceptar la muerte mirándola de
frente. De otra manera resulta inverosímil.
Me senté a su lado y le expliqué
los trámites pendientes. Eran frases que me permitían sentirme a
salvo. Las había repetido muchas veces y acumulaba varias versiones,
previendo las particularidades de cada caso. Esta vez se trataba de
un cuerpo que iban a llevarse al interior, así que recité los
detalles del procedimiento. Ella me escuchaba mirando el piso o la
punta de sus botas gastadas. De pronto me interrumpió y comenzó a
hablar como si oyera el dictado de otra voz que le llegara desde el
hueco oscuro en el que había caído.
No quiero saber, me dijo. No quiero
saber cómo fue ni cuánto sufrió ni si hubo minutos o segundos
entre el disparo y la pérdida total de conciencia. Ese es un saber
con el que no quiero tener ningún trato, me dijo. Prefiero la
ignorancia. Guárdese los detalles para los informes, las planillas,
los expedientes y devuélvame el cuerpo de mi hermana lo más rápido
posible. Eso es todo lo que he venido a hacer aquí. He venido a
sacarla de este infierno y a llevármela conmigo, para enterrarla al
lado de sus padres y sus abuelos. Lejos.
El bolso de lona esperaba aplastado
en la otra silla. Cuando terminó de hablar se paró como dando por
terminado el encuentro y preguntó qué tenía que firmar. Era la
misma y sin embargo se había transformado en otra. Había cruzado ya
al otro lado y estaba entrando en ese lugar en el que se aprende a
vivir mutilado, incompleto. El dolor de la pérdida no la abandonaría
nunca más. Eso también lo había visto ya tantas veces. No la
compadecí. Más bien la admiré por haber logrado dar el salto tan
pronto. Muchas se quedan para siempre en el umbral sin cruzarlo
nunca.
La acompañé a la salida y le
ofrecí comprarle un café en el quiosco de la esquina. No sé si
aceptó para evitar parecer demasiado ruda o si lo hizo porque de
verdad necesitaba tomarse algo que la sacudiera un poco. El café de
la señora Cristina era cerrero y dulcísimo. Al probarlo Olga hizo
un gesto de empalago que intentó disimular. Pero doña Cristina lo
agarró en el aire y le preguntó si quería un chorrito de leche.
Ella negó con la cabeza y trató de sonreir. No estoy acostumbrada
al café con azúcar, dijo con toda la amabilidad que pudo juntar. Es
papelón, mi amor, le respondió orgullosa la dueña del quiosco.
Escuchamos por un rato la enrevesada
explicación sobre las bondades del papelón y aprovechamos la
llegada de otros clientes para irnos apartando lentamente de aquel
sermón que parecía eterno. Sere ya resolvió todo lo de la
funeraria y el traslado, le dije a modo de despedida. No te
preocupes, le insistí. Le repetí los plazos y los tiempos porque no
estaba segura de que me hubiera escuchado. Me pareció que no sabía
qué hacer ni para dónde ir y le ofrecí acompañarla hasta la
parada de taxis que estaba dos cuadras más abajo.
Me dijo que no hacía falta, que
conocía bien la zona y que quería caminar un poco. Intenté
convencerla de que no era una buena idea. Le dije que Caracas ya no
era un lugar seguro a ninguna hora del día. Sin saber por qué
comencé a contarle de un atraco que había sucedido un par de días
atrás y que había terminado en una tranca horrorosa que duró toda
la tarde. Me miró con una honda desesperación y me preguntó con
todo el cuerpo ¿qué más me puede pasar?
La vi bajar la cuesta con paso
firme. La ropa, el bolso, los zapatos y hasta el modo como llevaba
amarrado el cabello en la nuca la hacían ver como alguien de otra
parte. Tuve el impulso de correr calle abajo para acompañarla. Pero me quedé parada
viendo cómo se alejaba hasta que la curva de la calle la hizo
desaparecer. Seguí escuchando sus tacones incluso en medio del estruendo de
un autobús que subía en primera escupiendo humo y apagando todos los
demás ruidos de la tarde.
..
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