–Pertenecemos a una generación
que cree que el marrón no combina con el azul –dijo Olga.
La carcajada que se oyó después
era una forma de reconocimiento. Exactamente la que ella estaba
buscando. Entre ellas era fácil sentir una forma honda de entenderse
y olvidar los años de intentar comunicarse en otro idioma.
–Y que no se puede salir a la
calle sin una cartera... –dijo Sere.
–...que combine con los zapatos...
–completó Patricia.
No era sólo el idioma. Era la
historia. Pero no con mayúscula, sino esta historia chiquita que
está en los hábitos, en los modos de vestirse y de comer, de hablar
y de contarse cosas. A estas mujeres podía echarles los cuentos más
absurdos sin demasiadas explicaciones. Y las risas estaban
garantizadas. En un idioma distinto al materno, todas las ideas
divertidas parecían fuera de lugar.
–Tampoco así –dijo Olga–. Yo
dejé de combinarme los zapatos y la cartera hace más de veinte
años.
–¿Has usado unos zapatos marrones
con una cartera azul? –preguntó Sere aguantando la risa.
–Todo el tiempo –respondió
Olga.
Si hubiera tratado de contar algo
divertido en otro idioma, relacionado con el color de las carteras y
los zapatos, Olga hubiera recibido una mirada de desconcierto o
extrañeza. Su interlocutora habría hecho una pausa silenciosa,
educada. Y luego habría cambiado de tema. Le había pasado ya tantas
veces que había dejado de intentar hacerse la graciosa.
–Pertenecemos a una generación
que todavía dice cartera –dijo Patricia, llenando otra vez los
vasos.
Las leyes del intercambio social son
implacables. En todas partes. Si los interlocutores sienten que estás
rompiendo el flujo de la conversación, que debe saltar de un
interlocutor a otro sin fisuras y manteniendo siempre el mismo tono,
se crea un silencio alrededor que te traga como un remolino y no deja
rastro en la superficie. Luego la conversación sigue su ritmo,
saltarina y liviana, dejándote atrás.
–Somos de una generación que se
preocupa por no revelar a qué generación pertenece –dijo
Patricia.
Las tres asintieron. El tono había
cambiado. Aquí el tono podía cambiar. Estaban entre amigas. No iba
a producirse un remolino de silencio acusador. Habían crecido a un
mismo tiempo. Se habían hecho adultas en el mismo espacio. Tenían
tantas cosas en común que estaban seguras de que podían superar
cualquier malentendido, si es que se daba alguno. Los cambios de tono
formaban parte de la conversación misma. Eran la forma más palpable
de la intimidad.
–Sin ir muy lejos –dijo Sere–.
Somos de una generación que todavía se pregunta si vale la pena
quedarse. Si no será mejor irse.
Se habían acabado las risas. Olga
pensó que aquellas frases no estaban dirigidas a ella. A fin de
cuentas, ella se había ido casi quince años atrás. Vivía en
Londres. Tenía un trabajo decente. Visitaba el país cuando podía
juntar dinero y ganas. Sólo estaba de paso. En la madrugada se iría
en un taxi al aeropuerto y al día siguiente estaría otra vez en su
pequeño flat en Grays Inn Road, instalada otra vez en su vida
cotidiana. Y el país volvería al lugar de los recuerdos.
–¿Tú ya dejaste de hacerte esa
pregunta? –le preguntó Patricia con interés auténtico.
Olga se sorprendió. Acababa de
considerar que no era a ella a la que le tocaba el tema. Y sin
embargo era verdad que se seguía haciendo esa pregunta. Si no
hubiera sido mejor quedarse. Si cambiaría la seguridad de su vida
londinense por ratos como estos.
–¿Para tener que combinar las
carteras con los zapatos? ¡No gracias! –dijo, espantando la duda
con un manotazo alegre.
Volvieron a sonreir. Pero ya no era
lo mismo. Patricia sabía que no se iría por nada del mundo.
Demasiadas cosas la ataban a la ciudad. Todas tenían que ver con sus
afectos. No era capaz de desprenderse de ellos. Pero también sabía
que la pregunta estaba siempre allí.
–Los jóvenes lo tienen muy claro
–insistió Sere, como si la explicación fuera necesaria–. Todos
están esperando el más mínimo chance para irse.
Ella también. Si pudiera. Se
hubiera ido cuando dejó de tener razones para quedarse. Pero Olga no
podía imaginar a Sere viviendo afuera. Tal vez por eso, cuando
hablaban por skype o se escribían mensajes en facebook, le contaba
del frío y la oscuridad del invierno. De la soledad. De los
malentendidos que hacían imposible la vida social. Pero ella le
respondía haciendo una lista de las ventajas: los museos, los cines,
los teatros, las librerías, los parques, las calles con amplias
aceras por donde se podía caminar hasta tarde.
–Somos de una generación que
todavía dice chance –dijo Patricia, sonriendo apenas.
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