La redacción estaba vacía a esa hora. Glinda
tocó dos veces el marco de la puerta abierta. Patricia levantó la
vista y le sonrió por un segundo. Tenía el gesto consternado de
siempre. Esa mezcla de preocupación con asombro que Glinda recordaba
tan bien. Le dio un fuerte abrazo y le pidió que se sentara.
Patricia era la que menos había convivido con Blanca y sin embargo
era la persona que Glinda tenía más ganas de ver. Hablaron del
viaje de regreso, de la cita que Glinda ya tenía para reunirse con
Olga en Londres, de La Nena y de Luna. Dieron vueltas alrededor del
tema que las había juntado sin tocarlo, hasta que Patricia dijo que
tenía hambre y que podían ir a comer a un sitio que quedaba cerca
donde vendían el pollo en brasa más rico de toda Caracas.
Glinda no se sorprendió cuando bajaron al
estacionamiento y se subieron al carro de Patty. Pero igual preguntó
si no podían ir caminando. Patricia la miró extrañada y le dijo
que si pensaba que era posible caminar en Caracas ya se había vuelto
extranjera. Rodaron apenas diez minutos y dejaron las llaves del
carro en la puerta con un muchacho larguirucho y nervioso que se
encargaría de estacionarlo quién sabe dónde. Glinda no pudo evitar
notar la contradicción enorme entre el miedo a caminar por la ciudad
y la confianza ciega con la que los caraqueños le entregaban a un
ser desconocido una de sus más preciadas posesiones.
Pidieron un pollo entero, hallaquitas y
tostones, guarapos de papelón con limón. El olor a pollo asado hizo
que la saliva brotara a chorros en la boca de Glinda. Para distraer
el hambre hizo la pregunta que vino a hacer y esperó la respuesta
sin angustia.
Es verdad, dijo Patty. Fue un sicariato, la
mandaron a matar. Sabemos quién lo hizo. El hombre, como sabes, ya
está preso y el juicio está en camino. Patricia hizo una pausa para
esperar que el mesonero pusiera en la mesa los guarapos,
las salsas, los cubiertos y las servilletas. Tenemos una idea más o
menos clara de quién dio la orden, porque sabemos quién le pagó al
sicario. Pero en un crimen interviene a veces mucha gente y no
siempre es fácil atribuir la responsabilidad solamente a un par de
personas. A Glinda le pareció que Patricia usaba un
tono seco y burocrático que le servía para esconderse de sus
propios sentimientos.
Hubo otro silencio mientras el pollo, las
hallaquitas y los tostones iban inundando la mesa. En el caso de
Blanca hay tanta gente involucrada que intentar que se haga justicia
es más bien una ilusión, dijo Patricia. Glinda escuchaba sin
interrumpir, reconociendo los sabores que la hacían regresar a la
infancia, a los viejos buenos tiempos. Recordaba risas y carreras por
un patio cubierto de grama con jardineras llenas de flores. Alguien
contando hasta cuarenta con los ojos cerrados y la frente recostada a
un inmenso árbol de mango. Las matas de bambú moviéndose frente a
los niños que temblaban de emoción a la espera de ser descubiertos.
Podemos intentar poner las cosas en blanco y
negro, estaba diciendo Patricia, aunque sea para quedarnos con las
cuentas claras, sin esperar nada más. La justicia no se logra
solamente a través del castigo. Saber la verdad, o una versión
aproximada de lo que probablemente sucedió, es también una forma de
justicia. Una justicia por otros medios, dijo como si hablara para sí
misma.
Me imagino que no ha sido fácil para ti, se
animó a decir Glinda. Patricia la miró con una inmensa tristeza. Se
limpió los dedos en la servilleta y estiró la mano para tocarla.
Nosotros perdimos la noción misma de lo que es pedir justicia, dijo.
Tenemos una piel tan gruesa que todo nos rebota. Nada nos duele ya.
Eres tú la que debes estar sintiéndote en medio de un infierno sin
saber cómo salir.
No. Más bien me siento como si estuviera viendo
una película que en realidad no quiero ver, dijo Glinda. Patricia
tomó un trago y apartó el plato como si de pronto se le hubiera
hecho un nudo en la garganta y no pudiera comer un bocado más.
Respiró hondo y dejó que Glinda hablara sin cambiar de expresión.
Sé que va a durar un tiempo nada más y que después voy a salir
afuera y todo va a regresar a la normalidad, dijo Glinda. Pero al
mismo tiempo sé que no puedo salirme todavía y que no me queda otra
que atravesar por el medio de esta pesadilla.
Hubo un silencio lleno de ruidos y olores y
recuerdos. Este es el hombre que le disparó a Blanca, dijo Patricia
usando un pote de salsa para representar al asesino. Este es el
hombre que pagó por el encargo, dijo poniendo otro frasco detrás.
Entonces puso el servilletero en la fila, un poco más lejos, y lo
señaló con el dedo. Y aquí está lo que saca más provecho de la
muerte de Blanca. Pero esto que ves aquí no es un individuo, ni
siquiera un grupo, sino más bien una idea, una legión, una danza
macabra.
Fue el turno de Glinda de retirar el plato,
limpiarse los dedos y tomarse hasta el fondo el guarapo en el que ya
quedaban apenas dos trocitos mínimos de hielo. La palabra que lo
explique todo puede ser poder, dijo Patricia. Pero esa es una palabra
pretenciosa, académica. Si pudiéramos hablar todavía en el código
religioso que nombra los pecados capitales, podríamos llamarlo
codicia o avaricia. Pero ya no tenemos esas palabras para nombrar lo
cotidiano, porque lo que nos rodea no puede tener nombres tan
inflados ni tan solemnes.
Hemos perdido las palabras para nombrar los
pecados que cometemos unos contra otros. Tal vez porque perdimos los
dioses que nos protegían contra esos demonios y no tenemos ya a
quien rogarle que nos libre de todo mal. Disculpa que divague, dijo
Patricia. A veces la piel dura se me resquebraja y descubro que tengo
memoria de haber sentido alguna vez un dolor que ahora apenas
recuerdo. Esto que ves aquí, dijo señalando otra vez el
servilletero grasiento, es una voluntad de estar en el centro de todo
lo que ocurre, de obtener todas las ganancias sin tener que
compartirlas con nadie. Un deseo ciego de exclusión, un impulso de
exterminio.
Pidieron café y sintieron un alivio enorme
cuando la mesa quedó limpia de sobras y el mesonero se llevó junto
con todo lo demás al sicario, al que pagó por el crimen y a la
fuerza devastadora que el servilletero se había visto obligado a
representar. Te puedo dar una lista de nombres, dijo Patricia.
Algunos de ellos aparecen cada día en la prensa, así que vas a
reconocerlos. Otros son más bien oscuros, pero están siempre ahí,
un paso atrás de la línea en la que empieza la luz de los
reflectores. Todos están conspirando, eso es lo que los une aunque
estén en distintas trincheras.
Pero creo que en favor de la brevedad tenemos
que quedarnos con unos pocos. Al menos un representante de cada
tendencia. Y por eso te hice una lista de tres. Este es un militar
retirado, dijo señalando el primer nombre que aparecía en el papel
que había extendido sobre la mesa. Este es un viejo político que
tiene un historial tan largo como un prontuario criminal. Y este es
un líder en ascenso que está a punto de lanzarse como candidato de
un nuevo partido. Varios testigos nombraron a los dos primeros en
distintas oportunidades. Sobre el último sólo te puedo decir que
tengo sospechas y que sigo buscando una prueba que nunca va a ser
irrefutable. El tipo se sabe cuidar.
Hay un flujo de dinero que recorre al grupo que
estos tres representan. Es ese movimiento el que ha quedado
registrado y se puede rastrear, hasta cierto punto. Y eso sí te lo
puedo probar, dijo sacando más papeles de su bolso. Aquí están las
cifras y los montos. Aquí está quién compró a quién y por
cuánto. Si sigues ese rastro te lleva finalmente al sicario, que por
cierto recibió la tajada más flaca. A pesar de todo, a lo único
que podemos aspirar es a inculpar a los dos que tienen más enemigos:
el militar y el viejo político. Va a tardar, pero es posible. Porque
hay mucha gente esperando verlos caer.
Afuera, mientras esperaban bajo una lluvia tenue
que el joven larguirucho volviera con el carro, Glinda le dio las
gracias a Patricia por seguir insistiendo, por no rendirse a pesar de
todo. Patricia la miró con una especie de ternura y le dijo que lo
había hecho por ellos, por los hijos de Blanca. Y por Guillermo.
Cuando llegaron a la estación de metro donde Glinda le había pedido
a Patricia que la dejara, se quedaron en silencio buscando un modo de
despedirse. Lo hemos perdido todo, dijo Patricia al fin. Pero nos
queda la decencia, respondió Glinda recordando una frase que le
había escuchado a Luna en el Barrio Chino.
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