No estaba gorda, pero había dejado
de ser la joven espigada que había sido en los buenos tiempos. Me da
pena reconocerlo pero fue lo primero que noté al verla salir de la
zona de equipajes. Llevaba el pelo muy corto y no le quedaba mal,
pero la expresión entera de su cara era dura, seca. La vi intentando
mirar sobre las cabezas de los que esperaban amontonados frente a la
puerta agitando los brazos en el aire. Grité su nombre y al
reconocerme entre la multitud la expresión le cambió apenas. Su
sonrisa era una mueca dolorosa que parecía el recuerdo remoto de
otro gesto más amable. Nos abrazamos y la sentí tensa y al mismo
tiempo a punto de dejarse caer. Le pedí que me dejara ayudarla a
llevar la maleta y se negó con una firmeza que parecía llevarla al
extremo del cansancio.
Salimos al aire caliente de
Maiquetía y se detuvo un momento. Se quitó la chaqueta y luego el
suéter que llevaba abajo, quedándose sólo con una delgada camisa
de algodón blanco. Aún así su cara se puso roja y en el trayecto
hasta mi carro el sudor le empapó la espalda y le corría por las
sienes y el pecho, como si hubiera atravesado corriendo un aguacero.
Al principio no hablamos más allá de las frases necesarias. Un hace
calor, un siempre es así, un aquí está mi carro, un puedes poner
la maleta en el asiento de atrás. Viajas con poco equipaje. No me
gusta cargar mucho peso. Yo quería decirle que lo sentía tanto,
quería cumplir con el ritual de darle el pésame como se debe. Pero
algo en su modo de mirar al frente, de no sonreir sino solo a medias,
me hacía sentir fuera de lugar.
No parecía una persona en luto, no
parecía haber perdido al único familiar cercano que tenía. Sus
padres habían muerto hacía tiempo, cuando ella era apenas una
adolescente viviendo en un pueblo perdido del interior. Casi nunca
hablaba de ellos. Su única referencia familiar era Carla. Durante
todos los años que estudiamos juntas en la universidad y durante el
tiempo en que nos mantuvimos en contacto después de graduarnos su
hermana fue la única familia que le conocí. Sabía que tenía tíos
y primos y que la había criado una tía solterona que todavía vivía
en aquel pueblo al que iba a llevar a enterrar a su hermana. Tal vez
la temprana pérdida de los padres la había convertido en esa mujer
de piedra que me acompañaba en silencio mientras subíamos por la
autopista.
Llegamos casi hasta la entrada de
Catia sin caer en ninguna cola. Pero al entrar al distribuidor La
Araña vimos la larga fila de carros que se extendía hasta el
horizonte y nos preparamos para pasar al menos un par de horas
encerradas en aquel infierno metálico. Entonces el silencio se me
hizo demasiado opresivo. Sentía que podía tocar la tensión si
estiraba una mano y como siempre que eso me pasa comencé a hablar
sin pensar en lo que decía, sólo para empujar el silencio y sacarlo
del medio.
Le dije que Carla había estado
trabajando muy bien en los últimos meses, que había disfrutado
mucho su primera exposición individual. Mientras hablaba me di
cuenta de que había dicho primera y que debido a lo que había
sucedido era también la última. Pensé en disculparme pero seguí
hablando. Quería contarle mis impresiones de los últimos días,
semanas o meses que había visto vivir a su hermana. Sentía que era
de algún modo mi deber, porque yo era tal vez una de las personas
que había estado más cerca de ella. Trabajábamos juntas. O más
bien yo era el contacto de Carla en la revista. Nos comunicábamos
por correo electrónico la mayoría de las veces. Yo le enviaba la
pauta, ella me mandaba las fotos adjuntas. No era necesario nada más.
Pero las pocas veces en que ella tenía que pasar por la redacción a
dejar algo o a acompañar a uno de los reporteros en alguna pauta que
implicara viaje, ella siempre venía a mi escritorio a saludar, como
si cumpliera con una norma de cortesía no escrita.
Y yo trataba de estar pendiente de
su vida, de preguntarle cómo iba, qué estaba haciendo y, sobre
todo, qué sabía de su hermana. Era el vínculo que nos unía.
Aunque yo sabía que Carla era la hermana de mi vieja amiga, cuando
comenzó a trabajar en la revista ella no lo mencionó. La habían
contratado como fotógrafa freelance porque su trabajo era excelente
y también porque era flexible. Su vínculo familiar con Olga no
había tenido ninguna relevancia. Sólo yo sabía que eran hermanas y
cuando me preguntaron de dónde la conocía ya ella formaba parte del
equipo estable de la redacción.
Una vez cada tanto la invitaba a
almorzar. Me sentía en cierto modo responsable desde que Olga se
había ido a vivir afuera. A medida que nos íbamos quedando solas,
porque todos a nuestro alrededor se habían ido, se estaban yendo o
estaban haciendo planes para irse, nuestros vínculos parecían
estrecharse. Lo conversamos más de una vez. Primero cuando Olga nos
avisó que se iba. Estábamos las tres tomándonos un café antes de
entrar al cine. Carla miró a su hermana sin asombro alguno, como si
estuviera viendo el modo exacto en el que una profecía largamente
anunciada se hiciera realidad. Yo me quejé, insistí en que no era
necesario irse, solté mi eterno discurso sobre la urgencia de seguir
sosteniendo lo poco que quedaba en pie. Pero Olga había escuchado
aquel discurso demasiadas veces y ya no le hacía ningún efecto.
Me dejó hablar, igual como me deja
hablar ahora que insisto en contarle sobre las series de fotos que
Carla estaba preparando con ánimo de montar pronto una segunda
exposición. Me deja hablar aunque conoce bien de qué le estoy
hablando, porque nunca dejó de comunicarse con su hermana y ella le
mandaba todas las imágenes que le gustaban o que estaba pensando
incluir en alguna de sus famosas series. La de los niños, la de los
viejitos, la de las esquinas desoladas de la ciudad sin gente. Esas
series contaban una historia. Eran como un relato de los tiempos
idos, de los tiempos por venir, de las dimensiones desconocidas. Me
gustaban mucho las calles vacías que había fotografiado en las
últimas semanas. Y cuando íbamos a la altura de Parque Central yo
estaba describiendo en detalle algunas de aquellas fotos mientras
Olga miraba al frente y sonreía apenas diciendo a veces que sí con
la cabeza.
Creo que fue justo en ese momento
que los motorizados comenzaron a pasarnos por un lado y por el otro.
No sé cuántos eran, pero parecían treinta, cincuenta motos. Todas
con un pasajero atrás. A veces era una mujer, pero la mayoría eran
hombres. Llevaban banderas rojas y tricolores y letreros con
consignas que ya no hablaban de la muerte sino de la vida. Acababan
de perder a su líder y tal vez iban camino al inmenso desfile que se
había organizado para llevar el cuerpo al lugar en el que se
quedaría en capilla ardiente hasta el entierro. Le conté los
detalles a Olga, imaginando que tal vez no había tenido tiempo de
leer la prensa con el apuro del viaje.
Olga bajó el vidrio para escuchar
mejor lo que decían. Le pedí, le rogué que cerrara la ventana. Me
miró como quien ve a alguien entrar en la más profunda de las
locuras sin camino de regreso. Le expliqué que eran unos violentos y
que cualquier cosa podía pasar. ¿Qué nos van a hacer? me dijo
¿robarnos camino al entierro? Pero subió el vidrio de todos modos
cuando seguí insistiendo en que no era seguro y que ella no entendía
lo rápido que un grupo así se podía poner agresivo, porque había
pasado demasiado tiempo fuera del país. Me dijo que sólo quería
escuchar lo que decían. No se entierra a un líder como ese todos
los días, dijo. Y entonces confirmé que de verdad llevaba mucho
tiempo afuera.
Los motorizados comenzaron a ocupar
un canal, luego otro y después otro más. Estaban a un par de carros
delante de nosotros. No los teníamos muy encima pero podíamos
verlos organizarse y tomar posiciones frente a nosotros. A medida que
la cola avanzaba, los motorizados que llegaban iban ocupando el
espacio que se abría, de modo que no podíamos seguir hasta que
ellos no se movieran. Poco a poco fueron creando una sólida barrera
ruidosa. Hacían sonar los escapes de las motos y cantaban, cantaban
algo que al principio no se entendía. Toda la autopista comenzó a
retumbar en un solo ritmo que parecía rebotar en las torres de
Parque Central y en los cerros de enfrente desde donde parecía venir
un eco que respondía al grito de los motorizados.
La corneta de un carro que estaba
detrás de nosotros comenzó a sonar al mismo ritmo y poco a poco se
fueron uniendo otros carros con sus cornetazos. Pam, pam. Taa, taa,
taaa. El clamor crecía y sonaba al mismo tiempo como un grito
desgarrado y como un reclamo. Era el sonido de la desesperación y la
angustia. De la orfandad prematura. En ese momento yo solo sentía
miedo. Un miedo irracional que bordeaba el pánico. Lo que me
mantenía en mi lugar era ver el gesto de dolor de Olga que parecía
acompañar el ruido acompasado que hacía la multitud. No había
muerto un hombre sino un proyecto de país, me dijo cuando juntó el
ánimo para hablar.
Me he arrepentido muchas veces de lo
que le dije en ese momento. La acusé de estar del lado del gobierno,
con palabras que ya no me atrevo a repetir y que atribuyo al estado
de pánico en el que estaba. Olga no volteó a mirarme. Pero me
respondió con mucha serenidad aclarándome que ella se había ido
del país no solo porque no comprendía a quienes estaban en el
gobierno, sino también porque entendía muy poco a quienes estaban
en la oposición. Este es un país que se niega a mirarse de frente a
sí mismo, dijo, entre otras cosas que ya he olvidado.
Esperamos en silencio a que la masa
de motorizados decidiera por fin avanzar. Con sus banderas y sus
pancartas, sus pitos y sus consignas, muy lentamente se fueron
moviendo y despejando la vía. Parecían un ejército en retirada que
hacía todo el ruido posible antes de admitir la derrota. La inmensa
cola avanzó detrás, centímetro a centímetro. Las cornetas se
fueron callando y en un par de minutos estábamos pasando frente al
Jardín Botánico. Los motorizados salieron de la autopista a la
altura de los estadios de la UCV y el tráfico se alivió por un
rato.
Qué se sabe del hombre que disparó,
me preguntó Olga cuando regresó el silencio. Le repetí en parte lo
que le había dicho por teléfono, agregando lo que habíamos logrado
averiguar en las últimas horas. Era un vigilante privado que había
escuchado un intercambio de disparos afuera y salió de la panadería
en la que trabajaba a ver qué pasaba. Llevaba el arma de reglamento
en las manos y estaba intentando cargarla cuando se le fue un tiro.
El tiro le dio casi a quemarropa a Carla que iba entrando, huyendo de
los hombres que disparaban afuera. Fue un accidente, dije y repetí,
como lo había hecho al llamar a Londres. Un horrible accidente.
Le conté que el hombre estaba
detenido, que había confesado, es decir, que había contado una y
otra vez cómo había sucedido todo. Había otros testigos que
también habían sido llamados a declarar. La averiguaciones apenas
estaban comenzando. Le dije que Natalia estaba al tanto del caso y
que se ocuparía de que la acusación progresara para que no lo
dejaran libre por algún tecnicismo de esos que ahora sirven para que
cualquiera termine saliéndose con la suya. No podía alegar defensa
propia porque Carla no estaba armada. Al menos tendrían que
encerrarlo por homicidio culposo, le dije.
Olga volteó a mirar por la ventana.
Íbamos a la altura de Bello Monte, donde estaba el apartamento en el
que había vivido Carla. Aunque ya lo había dicho, repetí que
entraría por Las Mercedes a pasar buscando la llave del apartamento
por casa de Sere. Tal vez hubiera sido más rápido salir por los
estadios pero el alboroto de los motorizados me desconcentró y seguí
de largo. Lo que en realidad quería decir era que no me parecía una
buena idea que llegara sola al apartamento de Carla, que tal vez lo
ideal sería que se quedara durmiendo en mi casa o donde Sere. Hasta
Lena le podía prestar su apartamento en Santa Mónica, donde apenas
iba a dormir un día sí y otro no. Lo importante era que no se
quedara sola con tantos recuerdos.
Pero sin saber por qué lo que se me
ocurrió comentar fue que éramos un grupo de mujeres solas. Y que
Carla nos había tomado como modelo. ¿No crees que Carla hubiera
sido más feliz si hubiera elegido casarse y tener hijos? Al instante
sentí que había dicho algo totalmente fuera de lugar, algo que no
se le dice a la hermana de una joven que acaba de morir en un absurdo
accidente, de esos que sólo pueden pasar en un país armado hasta
los dientes donde te pueden matar por error, de un tiro a quemarropa,
en un lugar público en pleno día. Lo que quiero decir es que tal
vez no sea una buena idea que te quedes en su apartamento hoy, traté
de explicar. Pensé que podías quedarte con cualquiera de nosotras y
luego pensé en que todas vivimos solas y una idea me llevó a la
otra.
Patricia, me dijo Olga, no tienes
que disculparte. Esto no es culpa de nadie. Los accidentes pasan.
Siguió mirando por la ventana mientras recorríamos la Río de
Janeiro, atestada de autobuses, taxis, camioneticas y peatones que
cruzaban en medio de cualquier cuadra. Todo está igual, dijo un rato
después. Igual de sucio y de ruidoso, le dije. Y, sin embargo, todo
se ve tan diferente, continuó, como si no me hubiera escuchado. Es
la luz del trópico, dije, solo para mantener la conversación. Es la
furia, la tensión, la rabia y el gozo de vivir, dijo. Es algo que
pierdes cuando te vas. Todo se apaga y terminas viviendo como una
autómata. Funcionas, cumples con tus obligaciones, pero ya nada
importa. Su voz era un lamento apagado.
Me sentí estúpida. Con qué
derecho pretendía yo darle lecciones de vida a esta mujer que
acababa de llegar de un largo viaje de ida y vuelta. Con qué moral
le iba a pedir que no entrara de lleno en su dolor y se entregara a
su luto por una noche, por una semana o por el tiempo que necesitara
para pasar al otro lado del sufrimiento que le estaba causando este
regreso y esta pérdida. Seguimos bordeando el Guaire hasta Bello
Monte donde el tráfico se paró en seco. Escuchamos sirenas y vimos
apartarse las filas de carros para dejar pasar dos patrullas de la
policía, un enorme camión de bomberos, una furgoneta. Un par de
cuadras más adelante vimos que sacaban un cuerpo del río.
Subimos por la Avenida Caroní
buscando las colinas. El tráfico se iba aliviando a medida que
dejábamos las vías principales y recorríamos los recovecos hasta
llegar a la casa de Sere. La llamamos cuando estuvimos cerca y al
entrar a la calle ciega en la que vivía la vimos al fondo, haciendo
señas con el celular en la mano. Sere no cambia, dijo Olga, con una
sonrisa triste. Las vi abrazarse y llorar. Tal vez no haya un modo de
medir los grados de amistad, pero yo siempre supe que Sere y Olga
eran más amigas entre sí de lo que yo era de ellas. Nunca he sabido
muy bien cómo describir ese sentimiento. La intimidad es algo tan
difícil de expresar. Pero cuando lo ves te das cuenta. Y ahí
estaban las dos abrazadas. Lloraban a moco tendido. Y yo entendí una
vez más que cuando ellas estaban juntas yo sobraba. Me despedí de
ellas y bajé de las colinas a encontrarme otra vez con el tráfico
de la tarde.
..
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