Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

lunes, 12 de enero de 2009

Efecto mariposa

Tocó fuerte un par de veces antes de que yo bajara a abrir. A través del vidrio esmerilado de la puerta podía ver su figura vestida de negro, ancho y alto. Cuando abrí me dijo sin ningún preámbulo, tiene que ser usted, sólo puede ser usted. Me lo dijo en inglés, con un acento escocés tan marcado que sólo entendí dos segundos más tarde la frase que estaba diciendo, pero no lo que quería decir. Me quedé muda, parada delante de él, con la puerta abierta a medias sin saber qué hacer.

Estaba sola, había dejado una idea por la mitad en mi laptop y no entendía de qué se me acusaba ni qué tenía yo que ver con este hombre de pelo arremolinado, nariz roja y ojos intensamente azules que me miraba desde el quicio de mi puerta y me señalaba con la mano repitiendo, sólo puede ser usted. No entiendo le dije. Entonces se volteó, miro la placita que hay frente a la casa y me dijo, éste es el ángulo, sólo desde este ángulo se puede tomar la foto que usted tiene en su blog, así que sólo puede ser usted.

Me dijo que había estado leyendo mi blog con la ayuda de un diccionario y que le parecía muy interesante. Trataba de sonar amable, pero el acento y los gestos bruscos no lo ayudaban. Me contó que también su esposa leía mi blog y que en realidad había sido ella la que había comenzado a leerlo primero. Si hablaba muy rápido yo no entendía ni una palabra y debió darse cuenta porque comenzó a repetir todo de nuevo muy despacio, como si eso ayudara con el acento escocés.

Mi cara seguía mostrando la misma duda un rato más tarde y me estaba helando parada en la puerta, así que consideré que ya que nos habíamos contado todo debía despedirme y volver a mi trabajo. Si me tardaba un segundo más se me irían las ideas y quién sabe cuándo se me volvería a ocurrir una historia interesante. Le dije que gracias por leerme y que hasta luego. Me dijo que si se me había ocurrido traducir el blog al inglés, murmuró entre dientes un razonamiento relacionado con que así me podían leer otras personas, mis vecinos, por ejemplo.

No fui tan maleducada como para decirle que me importaba en realidad muy poco que me leyeran mis vecinos. Sólo le dije que me costaba mucho escribir en inglés y que no creía tener tiempo para traducir lo que ya había escrito. Hablando de escribir, eso era exactamente lo que estaba haciendo cuando usted llegó a interrumpirme, le dije. Así que si me permite me gustaría volver al trabajo. Al oírme hablar de trabajo una tecla pareció encenderse en su tablero y pidió mil disculpas mientras bajaba los dos escaloncitos que separan mi puerta de la acera.

Sin decidirse del todo a cruzar la plaza me dijo a modo de despedida, por cierto, casi somos vecinos. Vivimos en Mid Calder y, como dicen ustedes, mi-casa-es-su-casa, dijo en un español roto, triste y casi resignado. Cerré la puerta y subí corriendo las escaleras. Antes de sentarme en mi mesa miré por la ventana y lo vi llegar a la acera del otro lado con paso lento. Una sola vez miró hacia atrás, pero no hacia arriba donde estaba yo observándolo, sino que se quedó contemplando la plaza como si ese tablero hecho de cuadros de cemento y matas le trajera un mensaje remoto, difícil de descifrar. Pensé que no lo vería más y volví a mi historia.

Un par de semanas más tarde, su figura alta y gruesa se recortaba otra vez detrás del vidrio de mi puerta. Lo vi llegar antes de que tocara, porque estaba en la cocina preparando un té y leyendo la prensa. Cuando le abrí me dijo sin saludar que esta vez sí me iba a contar la verdad. Y repitió en su pésimo español, con la mano derecha en alto como en las películas: toda-la-verdad-y-nada-más-que-la-verdad. Tenía un aspecto tan devastado que no tuve corazón para decirle que no y lo invité a tomar un té.

Entró por el angosto pasillo sin mirar mucho a los lados, aunque se veía que estaba tratando de decir algo agradable. En medio de la cocina parecía un gigante fuera de lugar o, como diría Ígor, un elefante en una cristalería. No sabía dónde poner los pies o las manos. Finalmente dijo, bonito lugar tiene usted aquí. Y se sentó en el taburete que le señalé, tratando de no tropezar con la pequeña mesita en la que yo estaba sirviendo el té.

Un par de suspiros después de terminar su primera taza se mostraba más dispuesto a hablar, pero no parecía saber por dónde empezar. ¿Por que no me cuenta todo desde el principio? le dije, tratando de ayudar. No es verdad que yo lea su blog, me dijo. Entonces no estoy hablando con un admirador, quise bromear. Pero me miró con una cara tan seria que me dio vergüenza insinuar que mi orgullo había sido herido. Quien lo lee es mi esposa, dijo. Ah! claro, debí adivinarlo, pensé. ¿Cómo podría leer mis quejas mujeriles un hombrachón como éste? No me dejó siquiera iniciar un comentario sexista porque de inmediato se lanzó a echarme su largo cuento de amor y dolor sin necesitar un empujón más.

Se conocieron en La Habana. De todos los lugares, pensé, ¿cuál podía ser peor? Ella trabajaba en un bar. Él había llegado a la isla deslumbrado con el sol del Caribe y la promesa de un paraíso en la tierra que había leído en uno de esos anuncios de agencias de viaje. Era el pasaje más barato que se podía comprar con libras esterlinas a una isla en el caliente y tempestuoso mar de los caníbales. Así que ahí estaba él, disfrutando de su cubalibre, con mucho hielo y hecha con coca-cola venezolana, regalo de un presidente eterno que con esa y otras menudencias se hacía perdonar por Fidel el tener demasiado dinero del petróleo cuando en la isla se morían literalmente de hambre por culpa del maldito embargo. Pero eso no lo dijo él, lo dije yo para mis adentros, porque ya estaba armando la próxima entrada de mi blog.

Ella le había pedido que se quedara hasta que cerraran el bar. Aquel pedido incluía una evidente promesa, pensó él. Ella le rogó que la acompañara a su casa al filo de la media noche. Caminó al lado de ella por las calles desportilladas y oscuras de La Habana como si de verdad estuviera en el paraíso. Al día siguiente no podía creer que todavía estuviera en sus brazos aquel mujerón moreno y ardiente. Bueno, está claro que no dijo semejante cosa con todas las letras. Su relato era parco y de todos modos yo no entendía cuando usaba algún calificativo, porque sigo sin saber qué significan exactamente todas esas palabras que terminan en Y griega. Nunca sé si están diciendo que la cosa estuvo bien o estuvo mal, todo me suena a lo mismo.

En fin, el cuento seguía por un largo rato detallando la semana entera que pasaron entregados el uno al otro. Él le juró amor eterno. Ella le pidió que se casaran y la sacara para siempre de aquel paraíso de la eterna felicidad. No parece que él se haya preguntado ni siquiera una vez por qué su ángel quería salir del paraíso, pero eso no tiene que ver con el cuento. El punto es que él aceptó de inmediato y se casaron en una prefectura de El Vedado. Con todos los papeles en regla él esperaba poder viajar con ella de inmediato a Glasgow, donde vivía en esos tiempos, antes de antojarse de venir a vivir en el pueblo de al lado, pensé yo sin decir palabra.

Pero el asunto no resultó tan sencillo como él se imaginaba que sería, acostumbrado como buen anglosajón al grado cero de la burocracia. En la paradisíaca isla del Caribe hasta el British Council funcionaba lentamente. Fue inevitable que se separaran. Él tuvo que regresar a atender sus asuntos. Ella no podía viajar sin visa, sin autorización de su gobierno, sin la firma manuscrita de puño y letra del jefe supremo, y quién sabe qué otro imposible papel sellado. El trámite duró seis meses en los cuales él se las arregló para ir a visitarla dos veces más y pasar otro par de semanas en el paraíso.

Mientras, él le compraba una casa y preparaba todo para que ella se sintiera a su llegada como una reina. Cuando llegó, ella no cabía en su cuerpo moreno de tanta alegría. Pasaron días conociendo el lugar, haciendo compras, arreglando la casa, visitando amigos y familiares y volviendo a hacer compras. Todo lo que ella deseaba o él imaginaba que ella podía querer le era concedido. Él pensaba que era el precio que tenía que pagar por sacar a un ángel del paraíso, compensarle con objetos lo que no le podía dar en luz de sol, azul de cielo, esas cosas que sólo el Caribe proporciona de gratis.

A estas alturas del cuento yo me removía en mi taburete pensando que una historia como esa no podía terminar bien y no veía el momento en que yo, o mejor dicho mi blog y yo, nos veríamos involucrados en el drama. Pensé que era tiempo de pasar a algo más fuerte que el Assam. Monté un café bien apretado y sin preguntarle si quería le serví media taza humeante de café colombiano, negro y dulce como lo toman en La Habana cuando se consigue azúcar o café. Me miró agradecido y tomó un largo sorbo después de aspirar el vapor dulzón con nostalgia, como quien se prepara para el trecho más largo de un camino conocido.

Entonces ella pidió una laptop. Justo después de inscribirse en el curso de inglés de un instituto que había a una cuadra de Princess Street, ella quiso saber lo que era estar conectada con el resto del mundo, porque ya se sabe que en el paraíso esos lujos están de más. Él le contrató un servicio de banda ancha de altísima velocidad y ella pasaba horas navegando, encantada de la vida y sin quejarse del clima ni del carácter extraño de los escoceses ni de las diferencias de esta cultura de adopción con sus caribeños modos de ser y estar.

Para hacer corto un cuento que fue mucho más largo de lo que mi memoria ha sido capaz de retener, llegó el día fatídico en que la morena se encontró con mi blog, navegando incauta entre una página de cocina y una búsqueda en google sobre París, a donde planeaban viajar el siguiente verano. Al principio ella no le hizo ningún comentario. Cuando él llegaba del trabajo en las tardes, anticipando la alegría de verla y de escucharla contarle sus descubrimientos en el inglés machucado que ya hablaba, la encontraba de pronto triste. La emoción parecía haberse desvanecido de sus hermosos ojos azabaches. Él trataba de animarla hablándole en español, las cuatro frases que había aprendido en los últimos seis meses. Pero algo infinitamente más poderoso que su amor se había instalado entre ellos. La nostalgia o como sea que se llame en cualquier idioma la tristeza infinita de no pertenecer y la urgencia insostenible de querer volver a estar entre gente igual a uno.

Tanto insistió que logró que ella le contara después de mucho darle vueltas al asunto, que aquel sentimiento se le había desatado de un día para otro cuando leyó el blog de una mujer que vivía en Edimburgo y había pasado también por los mil y un trámites para poder salir de su país. Aquella mujer había estado escribiendo sobre su experiencia de una manera que parecía la expresión auténtica de todos sus sufrimientos, como si un alma gemela estuviera viviendo en otro tiempo y en otro lugar una vida paralela a la de ella. Con una diferencia. Ella podía leer ahora lo que le iba a pasar semanas, meses, años más adelante y había llegado a una terrible conclusión. Ella no quería vivir así.

En este punto pensé que el asunto en realidad no era tan grave. Me imaginé que si mis palabras la habían hecho pensar en regresar, tal vez con un par de entradas esperanzadoras y entusiastas yo podría convencerla de quedarse. No sé si porque ya tenía hambre y quería salir de aquella situación demasiado íntima para mi gusto o si en realidad sentía una especie de culpa, el caso es que le propuse escribir algo menos triste, más animado, a ver si resultaba. Era mi manera de terminar con aquel encuentro que estaba ocupando mucho más tiempo que el que le había dedicado a cualquier ser de este lado del mundo desde que llegué hace ya cinco años.

Me levanté y recogí las tazas de la mesa en señal de que había resuelto el problema que me concernía y que por tanto la conversación había terminado. Pero él seguía sentado en el taburete que le quedaba pequeño, frente a la mesita vacía en la que ya no había ni té ni café, ni agua ni nada. Algo no le convencía de mi solución. No va a funcionar, me dijo apesadumbrado. Nada se pierde con tratar, le dije encogiendo los hombros. Pero cuando cerré la puerta detrás de su figura alta y gruesa tuve la certeza de que esta historia no iba a tener un final feliz.

Tenía mil cosas pendientes en esas semanas. Varias traducciones esperaban apiladas en una esquina de mi mesa de trabajo. Dos capítulos de una nueva novela que intentaba terminar de escribir antes del verano me hacían señas entre los documentos acumulados en el escritorio de mi mac. Una cantidad indeterminada de fotos esperaban ser elegidas, procesadas, editadas o descartadas para el próximo proyecto de ilustración que tenía en mente. Y entre esas miles de cosas las entradas esperanzadoras a mi blog tardaban en hacerse efectivas.

Un día, sin ninguna intención particular y sin tomar en cuenta el efecto que podría tener en lectores altamente susceptibles, tomé una foto de las aguas heladas del río Almond, que está a medio kilómetro de casa, y la colgué en el blog con un comentario simple e inofensivo: “qué no daría yo por tener así de cerca una playa caribeña”. Era de verdad un comentario sin intenciones ulteriores. Sólo un modo de recordarme a mí misma que en el otro lado del mundo había un cielo azul y cientos de kilómetros de playas de aguas tibias y arenas blancas. Hago eso cada vez que necesito un empujón para salir adelante y nunca antes había pensado en las consecuencias de mis actos. Tampoco ese día, la verdad.

En menos de una semana ya lo tenía de regreso sentado en mi mesa de la cocina, incómodo en el minúsculo taburete, tomando café colombiano y secándose las lágrimas con una de mis servilletas de tela. Su radiante morena lo había dejado y él venía a contarme que en realidad no era mi culpa, que aquello estaba destinado a no funcionar desde el principio y que mi blog había sido sólo un detonante para una tragedia que más tarde o más temprano tendría que llegar. Decía todo esto en una mezcla muy divertida de inglés y español, con acentos escocés y cubano. Yo trataba de escuchar con toda la seriedad que el asunto ameritaba sin hacer ningún comentario fuera de lugar.

Pero lo que realmente quería decirle era que tenía razón, que nadie deja todo y se va por donde vino, sólo porque leyó una entrada inocente sobre las playas del mar Caribe en el blog de una ociosa totalmente desconocida. Lo dejé hablar. Estuvo horas recordando las delicadas minucias de su relación con la nostálgica cubana de sus tormentos. De algún modo pensaba que yo era el único ser en este lado del planeta que podía comprenderlo. Traté de escuchar con atención sus quejas y su largo sufrimiento, pero llegó el inevitable momento en que me distraje y comencé a pensar en el trabajo que tenía pendiente.

Intenté consolarlo, cortando en seco su queja interminable con un plan de acción que incluía la posibilidad de que él se fuera a vivir a La Habana con su hermosa morena. La estrategia funcionó porque dejó de llorar al instante. Se enderezó en el taburete y me dijo, con mucha seriedad y sin una pizca de acento, para asegurarse de que yo entendiera perfectamente, que él estaba enamorado pero que no era idiota. Acto seguido, se levantó y salió de la casa con una conmovedora determinación. Lo seguí hasta la puerta donde me esperaba a punto de decir la última palabra.

⎯Usted debería pensar seriamente en las consecuencias de las cosas que dice o escribe –sentenció en un tono grave-. Algún día podrían volverse en su contra.

Desde entonces he estado eliminando una a una todas las imágenes, pistas y datos personales que he subido a mi blog por años. Si ese desconsolado y susceptible marido en apuros había podido localizarme, cualquiera podía hacerlo. Inclusive algún compatriota con exceso de nostalgia que se antoje de culparme de sus desventuras y le dé por ponerse agresivo. No me parece que sea sano correr ese riesgo.

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.